Nunca sospechó que la esperanza llegaría de un lugar inesperado, de unas manos arrugadas, humildes, invisibles para todos, menos para el niño que ansiaba la luz. Esa noche, Gabriel se durmió entre lágrimas mientras el mundo seguía girando indiferente a su oscuridad. No imaginaba que el destino estaba por enviar a la mansión a la persona que cambiaría su vida para siempre. El eco de los tacones resonaba en el vestíbulo de la mansión Montenegro. Era la doctora Valdés, especialista en oftalmología, reconocida en medio mundo por operar a políticos y magnates.

Alejandro Montenegro la recibía como recibía a todos los médicos que cruzaban su puerta, con cheques firmados de antemano y un aire de superioridad. “Doctora, le pago lo que sea necesario”, dijo con voz grave. No me importa cuánto cueste ni cuánto tiempo tome, solo quiero que mi hijo vea. La mujer con bata blanca impecable revisó informes, escaneos y pruebas. Suspiró, bajó la mirada y murmuró, “Lo lamento, señor Montenegro. El nervio óptico de su hijo no responde. No hay cirugía ni tecnología capaz de devolverle la vista.” Alejandro apretó los puños.
“¡Imposible! Siempre hay una forma. Si la ciencia no puede, invéntela. Le pagaré el doble, el triple. La doctora negó con la cabeza y se marchó con paso apresurado, acostumbrada a lidiar con millonarios que creían que el dinero compraba milagros. Gabriel escuchaba todo desde la escalera. El niño bajó lentamente, con las manos extendidas, tanteando los barandales de madera pulida. “Papá”, susurró la doctora. también dijo que no puedo ver. Alejandro, aún furioso, no respondió de inmediato, luego se inclinó y acarició el cabello de su hijo.