Donde antes había sombras de resignación, ahora había murmullos de esperanza. Cada vez que Gabriel reconocía un color o una forma, las sirvientas lloraban de emoción, los guardias se persignaban y hasta los socios de Alejandro en secreto empezaban a hablar de milagro. Pero para Alejandro ese milagro era como una daga clavada en el corazón. Su hijo veía, sí, pero no gracias a él, sino gracias a esa anciana que lo había desafiado desde el primer día. Una mañana, mientras observaba a Gabriel correr tambaleante por el jardín, Alejandro estalló frente al mayordomo.
No puedo permitirlo más. Ese niño está olvidando quien le dio todo. Esa mujer está robándome lo único que me pertenece, el respeto de mi hijo. El mayordomo, con voz cauta, respondió, “Señor, con todo respeto, lo que su hijo siente por ella no es desobediencia, sino gratitud.” Alejandro golpeó la mesa con furia. Gratitud que debería tenerme a mí. Ese mismo día, Alejandro llamó a doña Emilia a su despacho. La anciana entró con calma, secándose las manos en su delantal.
Él la miró con el rostro endurecido. Ha estado aquí más tiempo del que debía. Agradezca que le pagué por limpiar, pero desde hoy se acabó. Gabriel, que escuchaba desde la puerta, palideció. Papá, no. Corrió hacia ellos y se aferró a la falda de Emilia. No puedes echarla. Alejandro apretó los dientes. Hijo, entiende. Ella no es nada. No tiene estudios, no tiene ciencia, no tiene poder. Gabriel lo miró con los ojos llenos de lágrimas, pero también con un brillo nuevo.
Ella me devolvió la vista. Papá, ¿y tú? Tú solo me diste promesas. Las palabras fueron como una bofetada. Alejandro se levantó de golpe con voz de trueno. Basta. Si quieres verla, hazlo fuera de mi casa, pero aquí mando yo. Doña Emilia, Serena, acarició el hombro del niño. Tranquilo, hijo. Si debo irme, lo haré con la frente en alto. La luz ya está dentro de ti y nadie puede apagarla. El niño lloraba desconsolado. Al día siguiente, la mansión amaneció en silencio.
Gabriel, sin fuerzas, no quiso levantarse de la cama. Su rostro estaba apagado y sus ojos, que empezaban a ver con tanta claridad, parecían nublados otra vez. Las sirvientas murmuraban preocupadas. El niño no sonríe desde que la señora Emilia se fue. Dicen que hasta volvió a tropezar en el pasillo. La noticia llegó a los oídos de Alejandro como un golpe seco. Entró en la habitación y encontró a su hijo abrazado a su osito de peluche con la mirada perdida.
¿Qué te pasa, Gabriel?, preguntó intentando sonar firme. “¿Que me quitaste la luz, papá?”, susurró el niño. Sin ella todo vuelve a ser oscuro. El millonario sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Ese mismo día, Gabriel intentó bajar solo la escalera como lo hacía últimamente, pero sus pasos fueron inseguros, sus manos temblaban y de pronto resbaló. Un grito desgarrador llenó la mansión. Gabriel. Alejandro corrió como nunca antes, alcanzándolo justo a tiempo para evitar que cayera. El niño se aferró a él llorando con desesperación.
Quiero a la señora Emilia. Tráela de vuelta, papá. Alejandro lo abrazó con fuerza. Por primera vez en su vida sintió miedo verdadero, el miedo de perder a su hijo no por la ceguera, sino por su propio orgullo. Esa noche, Alejandro no pudo dormir. Las palabras del niño lo atormentaban. Me quitaste la luz. Se miró en el espejo y por primera vez no vio al hombre poderoso que todos temían. Vio a un padre vacío, incapaz de darle a su hijo lo que más necesitaba.
se dejó caer en un sillón derrotado. “¿Qué estoy haciendo?”, susurró. En ese momento entendió que había llegado al límite. Podía seguir defendiendo su orgullo o podía aceptar la verdad. Una verdad que no se compraba con dinero, sino con humildad. A la mañana siguiente, Alejandro pidió al mayordomo que buscara a doña Emilia. La anciana regresó a la mansión con el mismo bolso de tela, caminando despacio, sin rencor en sus ojos. Cuando Gabriel la vio entrar, gritó de alegría y corrió hacia ella, tropezando, pero con una sonrisa radiante.
Sabía que volverías. Doña Emilia lo abrazó con lágrimas en los ojos. Nunca me fui de verdad, hijo. Alejandro observaba la escena en silencio. Su orgullo aún lo mordía por dentro, pero ya no podía negarlo evidente. Sin aquella mujer, su hijo se apagaba. Con ella, la luz volvía a brillar. El millonario cerró los ojos, sintiendo que una batalla interna llegaba a su punto más alto. Sabía que estaba a un paso de la decisión más importante de su vida.
Aceptar la verdad lo salvaría. negarla lo condenaría para siempre. Y en ese dilema, Alejandro Montenegro se preparaba para enfrentar el final de la historia que cambiaría no solo los ojos de su hijo, sino también su propio corazón. La mañana amaneció clara sobre la mansión Montenegro. El cielo, azul y sin nubes, parecía un espejo limpio después de una tormenta. Era como si el universo mismo anunciara que algo grande estaba por suceder. En el interior de la mansión, Gabriel se levantó con una sonrisa distinta.
Sus pasos eran más seguros que nunca. Sus ojos brillaban con una mezcla de ansiedad y esperanza. Doña Emilia lo esperaba en el jardín con su bolso de tela entre las manos. Alejandro observaba desde el balcón. Había pasado la noche en vela pensando en lo que su hijo le había dicho. Sin ella todo vuelve a ser oscuro. Esas palabras lo habían atravesado como cuchillos porque eran la verdad, una verdad que ya no podía negar. En el jardín, Gabriel corrió hacia la anciana y se aferró a ella.