Hoy lo siento, señora Emilia. Siento que algo grande va a pasar. La anciana acarició sus mejillas. Sí, hijo. Hoy tus ojos terminarán de abrirse no solo a la luz, sino también al amor. Sacó de su bolso el pequeño frasco de unento que había usado semanas atrás. El aroma a hierbas inundó el aire. Alejandro, que había bajado y se acercaba con paso lento, frunció el ceño. Otra vez con tus brevajes, dijo con voz dura, aunque ya no tenía la fuerza del desprecio, sino la del miedo.
Doña Emilia lo miró con serenidad. No es el ungüento, señor Montenegro, es la fe. El niño ya tiene lo más importante, confianza en sí mismo. Yo solo voy a acompañarlo en este último paso. Gabriel se sentó en el banco de piedra. La anciana hundió sus dedos arrugados en el unüento y comenzó a frotar suavemente sus párpados mientras murmuraba oraciones antiguas. El silencio era absoluto. Los empleados, los guardias y hasta los socios que habían sido convocados esa mañana observaban expectantes.
De pronto, Gabriel abrió los ojos de par en par. Un grito de sorpresa escapó de su boca. Lo veo. Lo veo todo. El jardín estalló en exclamaciones. El niño comenzó a describirlo todo entre risas y lágrimas. El cielo es azul, tan azul. Las flores son rojas y amarillas, la hierba es verde brillante. Y tú, papá, puedo ver tu cara clara, nítida. Alejandro quedó paralizado. Su hijo lo miraba con unos ojos llenos de luz, los mismos ojos que había creído condenados para siempre a la oscuridad.
Gabriel corrió tambaleante hacia él y lo abrazó. Papá, ahora sí te conozco de verdad. Alejandro, roto por dentro, lo apretó contra su pecho. Las lágrimas que llevaba años reprimiendo brotaron sin control. Hijo mío, perdóname. Perdóname por no haber creído, por haber negado la verdad. Todos los presentes lloraban o aplaudían. Era un momento imposible de ocultar. El niño Montenegro había recuperado la vista. Alejandro se giró hacia doña Emilia. Durante semanas había querido expulsarla, humillarla, incluso destruirla, pero en ese instante cayó de rodillas ante ella.
“Gracias”, murmuró con la voz quebrada. “Usted le devolvió la luz a mi hijo y me la devolvió a mí.” La anciana lo ayudó a levantarse con ternura. No me agradezca a mí, señor. Agradezca al corazón de su hijo, que nunca dejó de buscar la esperanza. Ese mismo día, Alejandro convocó a toda la mansión, socios incluidos, en el salón principal. Se puso de pie frente a todos, con Gabriel a su lado y doña Emilia un paso detrás. Su voz retumbó con solemnidad.
Durante años creí que el dinero podía comprarlo todo. Llené mi vida de médicos, contratos y poder. Pero la luz que hoy brilla en los ojos de mi hijo no se debe a mí. se debe a la fe, a la paciencia y al amor de una mujer humilde a la que desprecié. Se giró hacia doña Emilia y la señaló con orgullo, de ahora en adelante, esta casa será también suya, porque usted no solo curó a mi hijo, también me enseñó lo que significa ser padre.
Los presentes estallaron en aplausos y lágrimas. Esa tarde, por primera vez en su vida, Gabriel corrió libremente por el jardín, riendo, tocando las flores, mirando al cielo. Alejandro lo seguía con la mirada, incrédulo, pero feliz. Doña Emilia lo observaba con una sonrisa tranquila, como quien sabe que su misión había sido cumplida. El niño levantó los brazos al cielo y gritó con todas sus fuerzas. Puedo ver, puedo ver. Y el eco de su voz se mezcló con el canto de los pájaros como un himno de victoria contra la oscuridad.
Esa noche, en la mansión ya iluminada no solo por lámparas, sino por esperanza, Alejandro se acercó a doña Emilia. No sé cómo pagarle lo que ha hecho. La anciana lo miró con ternura. No necesita pagarme nada. Lo único que quiero es que nunca olvide que lo imposible se vence con amor. Alejandro bajó la cabeza emocionado. Por primera vez en su vida, el millonario Montenegro se inclinaba con humildad ante alguien. El tiempo pasó y la historia del niño que recuperó la vista gracias a una anciana humilde se convirtió en leyenda.
Pero para Alejandro y Gabriel no era leyenda. Era la prueba viva de que la riqueza no está en el oro ni en el poder, sino en la fe, la paciencia y el amor verdadero. Y así el niño que había nacido en la oscuridad terminó viendo la luz no solo en el mundo, sino en los ojos de su padre y en las manos arrugadas de aquella mujer que cambió sus vidas para siempre.