Cuando me casé con Paola, pasamos años intentando comprar una casa. Justo cuando creíamos que ya no lo lograríamos, la familia de mi esposa puso una condición dura:
—Si no tienen casa propia, no hay boda.
Desesperado, llamé a mis hermanas para pedirles ayuda.
Claudia no preguntó nada. A los 10 minutos me había transferido 500,000 pesos y me dijo riéndose:
—Vas a tener casa gracias a mí. Cuando te vaya bien, no te olvides, ¿eh?
Mariana… solo guardó silencio.
Al día siguiente, al mediodía, llegó a mi casa con un frasco enorme de vidrio.
Pepinillos caseros.
Los mismos que ella siempre preparaba: amarillos, con olor fuerte, sabor ácido… esos que yo una vez le dije a Paola: “ni regalados me los comería.”
Mariana me puso el frasco en las manos y dijo suavemente:
—Si quieres, cómelos. Si no, guárdalos. Uno nunca sabe cuándo pueden hacer falta.
Me quedé sin palabras.
¿Eso era todo? ¿Un frasco de pepinillos?
Desde ese día, me alejé poco a poco de Mariana.
En el fondo pensaba:
“Así es la vida… cuando hay dinero, se nota quién es quién.”