“El esposo y la familia la echaron a ella y a sus trillizos recién nacidos en la medianoche, sin saber que su esposa era…”

Daniel ni siquiera se detuvo mientras Elise luchaba por incorporarse. “Tengo un pequeño calambre. ¿Puedes encargarte de eso?” contestó secamente. “Estoy retrasado.” Siempre llegaba tarde a algo: reuniones, diligencias, viajes inexplicables. Nunca llegaba tarde para consolarla. Cerró la puerta tras de sí. Elise no lloró. Había aprendido a no hacerlo. Pero los pinchazos se asentaron profundamente.

Una sombra se movió en el pasillo. Margaret Hayes, la madre de Daniel, entró. Estaba en sus cincuenta y tantos, de mirada aguda y siempre juzgando. Sus brazos permanecían cruzados como si siempre estuviera ofendida.

—Todavía estás en el suelo. Honestamente, Elise, eres tan torpe —resopló Margaret—. No sé cómo esperas criar un hijo, y mucho menos tres.

Elise intentó levantarse. Margaret no ofreció ayuda. A través de la ventana, la Sra. Thompson, su vecina anciana, observaba con suave preocupación en sus ojos. Solía vigilar la casa en silencio. Nunca intervenía, pero recordaba todo: fechas, horarios, quién gritaba, quién lloraba. Era su hábito privado, su manera de mantener un registro silencioso.

Elise se alisó el vestido y siguió doblando la ropa, respirando con calma. Se concentró en pequeños movimientos, intentando calmar su corazón acelerado. Los bebés pateaban suavemente. Les susurró: “Estoy aquí. Estoy intentando. Lo prometo.”

Al incorporarse, Daniel apareció brevemente para tomar su billetera. Esta vez bajó la voz, casi en secreto, mientras contestaba su teléfono vibrante.

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