Una Elise más joven, tal vez de 12 años, estaba junto a su padre en un pasillo tranquilo.
Él parecía cansado pero orgulloso. “Solo quiero una vida sencilla algún día”, había susurrado ella. “Un amor real, sin dinero de por medio.” Su padre se agachó a su nivel y le tocó la mejilla. “Entonces oculta quién eres hasta que lo encuentres”, dijo suavemente. “Mantén el nombre Lauron en tus documentos. Pero no tienes que vivir como una Lauron. Solo revela la verdad a alguien que te proteja sin conocer tu valor. Me aseguraré de que sigas segura, incluso desde lejos.”
En ese momento, ella no entendía lo que él quería decir con “segura”. Solo recordaba la calidez en sus ojos. El recuerdo se desvaneció cuando volvió el presente.
En esta casa normal con habitaciones pequeñas y pisos que crujían, Elise había intentado construir la vida sencilla que siempre había querido. Se presentó ante Daniel como Elise Hayes. Dijo que había crecido en un pueblo pequeño y nunca lo corrigió cuando asumió que no tenía familiares ricos. En el acta de matrimonio, el nombre seguía siendo Elise Lauron, pero a Daniel nunca le importaron esos detalles. Se casó con él esperando devoción, amabilidad y seguridad.
Pero terminó en la casa de los Hayes, donde el amor era algo que ella daba y rara vez recibía.
La puerta del dormitorio se abrió de golpe. Daniel Hayes, de 30 años, alto, impaciente y ya vestido para el día, salió. Pasó junto a Elise sin mirarla. Su colonia flotaba tras él, penetrante y fría. Su teléfono vibró.
Se detuvo, revisó la pantalla y sonrió. Una sonrisa cálida y privada que Elise no había visto en meses. Su corazón se apretó, no porque quisiera afecto, sino porque reconoció esa sonrisa. Era la sonrisa que solía darle antes de que todo cambiara. Antes de que empezara a llegar tarde a casa, antes de que comenzara a tratar su embarazo como un inconveniente.