«El dinero no es gran cosa, pero quiero que mis hijos vivan con rectitud y en armonía. No entristezcan mi alma en el más allá».

La noticia se extendió rápidamente. Una noche, mis dos hermanos aparecieron en mi casa, con el rostro serio. —¿Piensas quedártelo todo para ti? —gritó el mayor—. ¡Es la herencia de mamá! ¿Por qué la escondes? —No escondo nada —respondí—. Pensaba decirlo todo en el aniversario de su muerte. Pero recordad: vosotros despreciasteis esas mantas, quisisteis tirarlas. Si yo no me las hubiera llevado, ese dinero habría desaparecido. El segundo gruñó: —¡No importa! Era de mamá, así que nos corresponde a los tres. No esperes quedártelo tú solo. Me callé. Sabía que en el fondo tenían razón, pero también recordaba todo lo que ellos no habían hecho. Cuando mamá estuvo enferma, yo me ocupé de ella solo. Ellos siempre tenían una excusa. Y ahora, se peleaban por su dinero… Las disputas duraron varios días. Mi hermano mayor incluso llegó a amenazar con demandarme.

La última carta

Al registrar de nuevo los sacos, encontré un pequeño trozo de papel. Era la letra temblorosa de mamá. «Estas tres mantas son para mis tres hijos. Aquel que todavía me ame y recuerde mis sacrificios lo entenderá. El dinero no es gran cosa, pero quiero que vivan con rectitud y en armonía. No entristezcan mi alma en el más allá».

Apreté la carta contra mi pecho, sollozando. Mamá lo había previsto todo. Era su manera de ponernos a prueba. Llamé a mis hermanos. Cuando llegaron, puse la carta sobre la mesa. Se instaló un pesado silencio. Solo nuestros sollozos rompían la quietud de la habitación.

Mi decisión

Leave a Comment