«El dinero no es gran cosa, pero quiero que mis hijos vivan con rectitud y en armonía. No entristezcan mi alma en el más allá».

Les dije con calma: —Mamá dejó esto para los tres. No guardaré nada para mí. Propongo que lo repartamos en partes iguales. Pero recordad: el dinero importa, sí, pero lo que ella más quería era la paz entre nosotros. Mi hermano mayor bajó la cabeza: —Me equivoqué. Solo pensé en el dinero… y olvidé sus palabras. El segundo, con los ojos húmedos, añadió: —Ella sufrió tanto… y ni siquiera se lo agradecimos. Nos quedamos en silencio un largo rato. Entonces, decidimos repartir el dinero en tres partes iguales. Cada uno tomó la suya, no como una ganancia, sino como un recuerdo de nuestra madre.

El destino de cada uno

Mi hermano mayor —antaño avaro— cambió por completo. Usó su parte para financiar los estudios de sus hijos y visita la tumba de mamá cada mes, como pidiendo perdón. El segundo —siempre impulsivo— fue transformado por la carta. Donó una parte de su dinero a los pobres, «para el descanso de su alma», decía. Yo, por mi parte, guardé mi parte sin tocarla. Creé una pequeña beca de estudios en nuestro pueblo natal, a nombre de mi madre, esa mujer que se había sacrificado en silencio toda su vida.

Epílogo

Esas tres viejas mantas, que mis hermanos juzgaron sin valor, escondían no solo una fortuna… sino sobre todo una lección eterna. Con su último gesto, mamá nos enseñó a resistir la codicia y a valorar los lazos de sangre. Hoy, cuando vuelve el invierno, saco una de esas mantas y envuelvo a mi hijo en ella. Quiero que entienda que la verdadera riqueza de la vida no se mide por el dinero heredado, sino por el amor, la bondad y la unidad. Porque solo amándonos sinceramente somos dignos de llamarnos hijos de nuestra madre.

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