«El dinero no es gran cosa, pero quiero que mis hijos vivan con rectitud y en armonía. No entristezcan mi alma en el más allá».

«El dinero no es gran cosa, pero quiero que mis hijos vivan con rectitud y en armonía. No entristezcan mi alma en el más allá».

Mi madre se apagó una mañana de finales de otoño, suavemente, como una lámpara de aceite que se desvanece lentamente. Toda su vida había trabajado sin descanso. No dejaba atrás ni riqueza ni joyas, solo una pequeña casa decrépita y algunos objetos viejos gastados por el tiempo. El funeral fue sencillo. Éramos tres: mi hermano mayor, mi segundo hermano y yo. Nos sentamos juntos para discutir el reparto de sus escasos bienes. En la pequeña habitación no había nada de valor, salvo un viejo armario de madera y tres mantas de lana raídas, cuidadosamente dobladas. Las miraba en silencio, con el corazón encogido. Para mí, esas mantas representaban toda mi infancia. Pero mi hermano mayor se burló: —¿Para qué guardar esas antiguallas? Es mejor tirarlas. El segundo añadió: —Exacto, no valen ni un centavo. Si alguien las quiere, ¡que se las quede! Yo no voy a cargar con basura. Sus palabras me atravesaron. ¿Habían olvidado aquellas noches de invierno en las que dormíamos todos juntos, y mamá nos arropaba uno por uno, temblando ella misma de frío con su viejo abrigo remendado? Apreté los labios y dije con calma: —Si vosotros no las queréis, me las llevaré yo. Mi hermano mayor se encogió de hombros: —Haz lo que quieras, son solo baratijas, después de todo.

El secreto de las mantas

Al día siguiente, me llevé las tres mantas a mi pequeño apartamento. Pensaba lavarlas y guardarlas como recuerdo. Pero al sacudir una de ellas, oí un ruido seco —¡clac!— como si algo duro estuviera dentro. Me agaché, intrigado. En el forro roto se escondía un pequeño saco de tela marrón, cosido a mano. Mis manos temblaban mientras lo abría: dentro había varias cartillas de ahorro antiguas y algunas onzas de oro cuidadosamente envueltas. En total, más de cien mil dólares. Me quedé petrificado. Mamá, que siempre había vivido en la pobreza, sin permitirse jamás un lujo, había ahorrado pacientemente cada céntimo… escondiendo su fortuna en esas viejas mantas. Las lágrimas me inundaron. Volví a ver todos esos recuerdos: los días en que vendía verduras en el mercado, las noches en que buscaba en su monedero para darme algo de dinero para mis gastos. Yo pensaba que no tenía nada, pero en verdad, lo había ahorrado todo para nosotros. Al inspeccionar las otras dos mantas, descubrí otros dos sacos. En total, casi trescientos mil dólares.

El conflicto

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