El día que mi madre murió, mis hermanos y yo encontramos tres mantas viejas idénticas guardadas con cuidado. Ellos no las quisieron, pero yo, con tristeza, decidí llevármelas todas.

Mientras revisaba nuevamente las bolsas, encontré un pequeño papel escondido en el fondo. Era la letra temblorosa de mamá:

“Estas tres mantas son para mis tres hijos.
Quien aún me quiera y recuerde mi sacrificio sabrá reconocerlo.
El dinero no es mucho, pero quiero que vivan con rectitud y armonía.
No hagan que mi alma en el más allá se entristezca.”

Abracé el papel, llorando sin poder detenerme. Mamá había planeado todo. Era su forma de ponernos a prueba.

Llamé a mis hermanos y, cuando llegaron, puse la nota frente a ellos. Se quedaron en silencio, con la mirada baja. La habitación se llenó de un silencio pesado, roto solo por los sollozos.

Mi decisión

Les dije con calma:
—Mamá dejó esto para los tres. No me quedaré con nada. Propongo dividirlo en partes iguales. Pero, por favor, recuerden: el dinero es importante, sí, pero lo que ella más deseaba era que viviéramos en paz.

El mayor bajó la cabeza, con la voz ronca:
—Yo… estuve mal. Solo pensé en el dinero y olvidé las palabras de mamá.

El segundo, con los ojos húmedos, añadió:
—Ella sufrió tanto… y nosotros no llegamos a agradecerle.

Nos quedamos callados un buen rato. Finalmente, acordamos dividir el dinero en tres partes iguales. Cada uno tomó la suya, como recuerdo de nuestra madre.

El destino de cada uno

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