El día que mi madre murió, mis hermanos y yo encontramos tres mantas viejas idénticas guardadas con cuidado. Ellos no las quisieron, pero yo, con tristeza, decidí llevármelas todas.

Hoàng, el hermano mayor: Antes era avaro, pero después de este golpe cambió por completo. Usó su parte para la educación de sus hijos y visita la tumba de mamá cada mes, como queriendo redimirse.

Hậu, el segundo: Siempre impulsivo, pero la carta de mamá lo transformó. Donó parte del dinero a los pobres “para hacer méritos por ella”, decía.

Yo: Guardé mi parte sin gastarla. Creé una pequeña beca en el pueblo natal, en nombre de mi madre, aquella mujer que se sacrificó en silencio toda su vida.

Epílogo

Las tres mantas viejas, que parecían solo trapos sin valor, escondían no solo una fortuna, sino una lección eterna.
Mamá nos enseñó con su último acto a resistir la codicia y a valorar los lazos familiares.

Hoy, cuando llega el invierno, saco una de esas mantas y cubro a mi hijo con ella.
Quiero que aprenda que el verdadero valor de la vida no está en el dinero heredado, sino en el amor, la bondad y la unión.

Porque solo cuando sabemos amarnos de verdad, somos dignos de llamarnos hijos de nuestra madre.

Leave a Comment