El día que mi hija se casó

Estaba oscuro, pero ya estaba sentada en el borde de la cama, escuchando el silencio, con el corazón latiendo con fuerza. Sentía que toda mi vida, todos los años que había pasado con Mila —desde su primera sonrisa hasta su graduación del instituto— habían convergido en ese punto, en ese día. Un día que se suponía iba a ser feliz. Se suponía que…

Me levanté en silencio, para no despertar a mi marido, y me acerqué a la ventana. Afuera, la ciudad empezaba a despertar. El amanecer se tornaba rosa por el este. El aire era fresco, limpio, como si la naturaleza misma hubiera decidido bendecir a nuestra familia para un nuevo capítulo.

En pocas horas, Mila se convertiría en esposa. Lo había deseado durante tanto tiempo. Estaba tan emocionada. Lo había soñado tanto.

La recordé enseñándome su vestido de novia: delicadas mangas de encaje, un escote delicado, una tela suave que caía en ondas. Estaba literalmente radiante. Sus ojos brillaban de felicidad y pensé: «Que Dios quiera que su vida con Roman sea tan radiante como su sonrisa de hoy».

Pero resulta que el destino adora la ironía. A veces, cruel.

Los preparativos de la boda avanzaban a toda velocidad. Los invitados se reunían en el salón de banquetes: hermoso, espacioso, decorado con cintas blancas y doradas. El aroma a flores de primavera y a un pastel caro flotaba en el aire. Los músicos afinaban sus instrumentos. El fotógrafo revisaba la iluminación.

Vi a Mila: iba de un espejo a otro, ajustándose el vestido. Estaba nerviosa, pero ese nerviosismo era dulce, emocionado.

«Mamá…». Se giró hacia mí y en sus ojos leí la pregunta: «¿Todo estará bien?».

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