El día en que Olivia descubrió la verdad comenzó como cientos de otros.

Mientras pasaba junto a los invitados, la gente se apartaba, como si el destino mismo se interpusiera ante ella.

Nadie se atrevió a decir una palabra.

Afuera brillaba el sol. Los niños reían, corriendo para ver quién llegaba primero al coche.

Y Olivia se volvió hacia el vestíbulo, donde Daniel seguía de pie tras el cristal, perdido, vacío.

Ella lo sabía: todo era diferente ahora.

No porque hubiera ganado.

Sino porque finalmente había soltado.

Ya no esperaba disculpas, ya no buscaba justicia.

La vida había puesto todo en su lugar.

Esa noche, mientras acostaba a los niños, los miró durante un largo rato: su respiración, sus manitas, la suave luz de la lámpara que iluminaba sus mejillas.

«Gracias por venir a mí cuando pensé que a nadie le importaba», susurró.

Los cuatro respiraban en silencio mientras dormían, sin saber que su madre había estado al borde del abismo y que ahora se había convertido en su propia salvación.

Afuera caía una llovizna.

Las gotas resbalaban por el cristal, como borrando los últimos vestigios del pasado.

Y dentro de la casa, resonó una risa suave: auténtica, cálida, intrépida.

Habían pasado tres meses desde aquella boda.

Olivia no había visto a Daniel desde entonces.

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