No buscaba reuniones, no seguía las noticias, no preguntaba a amigos en común. Su vida volvía a estar llena de significado: uno diferente, tranquilo, pero real.
Por la mañana: un desayuno de panqueques y la risa de los niños.
Por la tarde: trabajar desde casa, el aroma del café y los dibujos infantiles colgados en las paredes.
Por la noche: cansada, pero abrigada, agradecida de que el día no hubiera sido en vano.
Sin embargo, a veces, cuando caía la noche sobre la ciudad y la lluvia golpeaba afuera, los pensamientos regresaban.
No al dolor, sino al vacío que deja el amor.
No extrañaba a Daniel.
Se extrañaba a sí misma: la que creía en el “para siempre”.
Un día, al regresar de la escuela con los niños, vio un auto frente a su casa. Plateado, brillante, pero no era el suyo.
Sintió un nudo en el estómago, como si su corazón lo reconociera antes que su mente.
Él estaba en la puerta.
Daniel.
El mismo, pero no el mismo.
Un abrigo gris, ojeras, canas que antes no se habían notado.
Se miraron fijamente durante un largo rato.