El día en que Olivia descubrió la verdad comenzó como cientos de otros.

Daniel, de pie ante el altar, no podía moverse.

No había visto a Olivia desde que se fue.

La recordaba silenciosa, destrozada, casi un fantasma.

Pero ahora, ante él, se alzaba una mujer que irradiaba una luz: no de lujo, no de venganza, sino de una fuerza forjada en el dolor.

Quiso decir algo. Pero las palabras se le quedaron en la boca.

Olivia sonrió.

—Felicidades. Ambos se merecen lo que eligieron.

Su voz era suave, sin veneno.

No había venido a vengarse.

Había venido a demostrar que había sobrevivido.

Daniel dio un paso, pero el niño —el que estaba más cerca de su madre— le agarró la mano y miró al hombre con el mismo color de ojos que una vez había visto en el espejo.

Su propia mirada.

El mundo se estremeció.

—¿Son… tus hijos? —jadeó.

Olivia no respondió. Sus ojos lo decían todo.

Se inclinó, acarició el cabello de la niña y tomó las manos de los niños.

—Vamos, cariño —susurró—, hay mucho ruido aquí.

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