El día en que Olivia descubrió la verdad comenzó como cientos de otros.

No había ni una nube ni viento en el cielo. Solo el sol, como si estuviera empeñado en ser testigo de un drama humano.

El enorme salón estaba decorado en blanco y dorado. Flores, cristal, sonrisas, susurros.

Todos los invitados ya sabían quién se casaba ese día: el exitoso empresario Daniel Hudson y su amada, la deslumbrante Harper. Eran la pareja perfecta.

Perfecta… hasta que se abrieron las puertas.

El ruido se apagó.

Incluso el chirrido de los violines se detuvo en seco.

Ella estaba en el umbral.

Olivia.

Con un vestido color zafiro que brillaba con los rayos de luz como el océano antes de una tormenta.

Su cabello caía en suaves ondas, sus ojos brillaban, no con lágrimas, sino con fuerza.

Y junto a ella había cuatro niños. Dos niñas y dos niños.

Le tomaban las manos, mirando con curiosidad el brillante mar de rostros.

—¿Es… Olivia? —susurró alguien—. ¿Y los niños? —repitió una voz desde el otro lado.

Harper palideció. Le tembló la mano y la copa se rompió en el suelo.

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