Los primeros años fueron como una tormenta: noches en vela, llanto, un cansancio que le hacía doler los huesos. Pero con cada amanecer llegaba un milagro. Manitas diminutas, ojos risueños, el primer paso, el primer “mamá”.
La casa se llenó de sonidos, no música, sino la vida misma.
Risas, toses, caprichos, canciones susurradas.
Cuando un día un sobre apareció en la puerta —con letras doradas y aroma a perfume caro— supo de inmediato quién lo enviaba.
Una invitación.
Una boda.
Daniel y Harper.
Olivia permaneció un largo rato con el sobre en el regazo.
Le temblaban los dedos, pero no sentía dolor en el pecho. Solo una calma fría y pura.
Dios sabe que podría haber tirado la carta.
Pero en vez de eso, la guardó con cuidado en un cajón.
Y al día siguiente, encargó su vestido.
El día de la boda amaneció radiante.