El día en que Olivia descubrió la verdad comenzó como cientos de otros.

Simplemente vivía.

Un día, un minuto para sobrevivir.

Un día, sentada junto a la ventana, se sorprendió pensando que quería un hijo.

No porque se sintiera sola.

Sino porque algo dentro de ella la llamaba a la vida.

Algo puro, inmaculado, inmune a la traición.

Los médicos negaron con la cabeza: demasiado tarde, demasiado arriesgado.

Pero ella no se rindió.

Y fue como si el destino hubiera decidido ponerla a prueba hasta el final, dándole no un hijo, sino cuatro.

El embarazo se convirtió en su plegaria y su castigo.

Cada día, una lucha entre el miedo y la esperanza.

Yacía en la habitación del hospital, escuchando los latidos de cuatro corazoncitos, y por primera vez en mucho tiempo, sonrió.

Estos niños se convirtieron en su salvación.

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