Simplemente vivía.
Un día, un minuto para sobrevivir.
Un día, sentada junto a la ventana, se sorprendió pensando que quería un hijo.
No porque se sintiera sola.
Sino porque algo dentro de ella la llamaba a la vida.
Algo puro, inmaculado, inmune a la traición.
Los médicos negaron con la cabeza: demasiado tarde, demasiado arriesgado.
Pero ella no se rindió.
Y fue como si el destino hubiera decidido ponerla a prueba hasta el final, dándole no un hijo, sino cuatro.
El embarazo se convirtió en su plegaria y su castigo.
Cada día, una lucha entre el miedo y la esperanza.
Yacía en la habitación del hospital, escuchando los latidos de cuatro corazoncitos, y por primera vez en mucho tiempo, sonrió.
Estos niños se convirtieron en su salvación.