El día que Olivia supo la verdad comenzó como cientos de otros: con el aroma del café, el suave murmullo de la lluvia afuera y el graznido de las gaviotas que se dirigían al mar. No tenía ni idea de que, al anochecer, su vida se desmoronaría como cristal frágil bajo un tacón.
El teléfono estaba sobre la mesa de la cocina. La pantalla parpadeó como un destello del destino: un nuevo mensaje.
No tenía intención de leerlo, pero un nombre desconocido en su lista de contactos le aceleró el corazón.
Harper.
Su mejor amiga. Con quien reía, bebía vino los viernes, lloraba después de las discusiones con sus maridos.
Una foto.
Un instante, y el mundo entero enmudeció.
Daniel.
Su marido.
Sentado frente a Harper. Su mano sobre la de ella. Su mirada: la misma mirada cálida y vivaz con la que una vez miró a Olivia cuando reía bajo la lluvia.
Cuando él regresó a casa esa noche, ella no armó un escándalo. Simplemente preguntó:
—¿Es cierto? No mintió.