No fue hasta la mañana siguiente, cuando Michael abrió su correo electrónico, que la verdad empezó a golpearlo, y se dio cuenta de lo completamente malinterpretado que había sido la mujer que le había dado todo lo que tenía.
Leyó su mensaje tres veces antes de poder respirar con normalidad. No era melodramático ni manipulador. No culpaba ni suplicaba. En cierto modo, era mucho más difícil de afrontar: simplemente era un hecho.
Linda enumeró momentos que él apenas recordaba: los meses en que se saltó el almuerzo para pagar su campamento de béisbol; El invierno en que él llevaba una chaqueta nueva mientras ella se las arreglaba con una a la que le faltaba un botón; las incontables noches que se arrastraba a casa agotada, pero aun así le ayudaba con los deberes, preparaba la cena y le preparaba las sobras, insistiendo en que “no tenía hambre”.
Escribió sobre la boda no como una queja, sino como un simple relato: cómo se había sentido fuera de lugar, cómo había intentado no estorbar, cómo se había ido tan silenciosamente para no montar una escena. Y luego, al final:
“Michael, no necesito gratitud. Nunca la necesité. Pero ayer me di cuenta de que no me ves, ni como padre, ni siquiera como persona. Espero que algún día la necesites. Hasta entonces, creo que es mejor que nos tomemos un respiro”.
Dejó caer el teléfono sobre la cama del hotel. Emma, todavía somnolienta, le preguntó qué le pasaba, pero cuando se lo contó, ella se encogió de hombros.
“Probablemente solo esté cansada. Las bodas emocionan”.