—Necesitas a alguien a tu altura, madre. Alguien que entienda lo que es vivir en este mundo.
Evely sonrió. Por dentro, algo le dolía. Había aprendido. La riqueza no significaba carácter. Había convivido con gente que sonreía para la cámara. Mentía con los ojos.
Una idea absurda. Irresistible. Se apoderó de su mente. Si quiero conocer a la mujer adecuada para mi hijo, necesito observarlas sin que sepan quién soy.
Días después, Evely entró en la sede de Stanford Enterprises. Vestida con delantal. Guantes de goma. El plan era simple: trabajar como limpiadora. Observar en silencio. Cómo las empleadas y visitantes trataban a la gente común.
Las primeras semanas fueron un choque. La mayoría de las jóvenes ejecutivas la ignoraban. Algunas ni siquiera la miraban. Evely soportaba el cansancio físico. La incomodidad de la mentira. Detrás de aquel disfraz había una misión mayor.
Fue una mañana lluviosa cuando la conoció. Isabela Ramírez. Joven determinada. Recién llegada de México. Isabela trabajaba en el sector financiero. Un acento suave. Una sonrisa tímida. Ética de trabajo impecable. Pero lo que más impresionó a Evely fue algo que el dinero no compraba: la amabilidad.
Isabela era la única que todos los días dejaba una taza de café caliente sobre el carrito de limpieza. Decía: “Buenos días, señora. Espero que tenga una mañana tranquila.”
Pequeñas actitudes. Casi imperceptibles. Tocaban profundamente el corazón de la multimillonaria.