Nos quedamos allí en silencio, contemplando aquel pequeño milagro. Y por fin lo comprendí: el verdadero amor no es lo que el destino nos niega, sino lo que aún somos capaces de dar, incluso después de haberlo perdido todo.
Antes de irse, me acompañó hasta la puerta. Había dejado de llover y el aire olía a tierra húmeda.
—Gracias por venir —dijo con una sonrisa—. Quizás el destino te haya traído aquí hoy.
Dudó un instante y luego añadió:
—A veces Daniel me preguntaba por qué no tenía padre. Yo le decía que su padre vivía en el cielo… Pero la verdad es que en ese cielo estaba tu rostro.
Se me encogió el corazón.
—Si quieres, podría visitarlo de vez en cuando.
El
Se quedó en silencio un momento y luego asintió.
—Creo que le alegraría.
Nos separamos en un largo y silencioso abrazo. Por primera vez en años, el pasado parecía menos una herida y más una cicatriz que por fin había sanado.
En los meses siguientes, se instauró una nueva rutina. Iba a su casa los fines de semana. Jugábamos a la pelota, construíamos castillos de cartón. Me llamaba «Tío Andrés».
Althea nos observaba sonriendo. A menudo, después de que Daniel se dormía, nos quedábamos despiertos hasta tarde hablando, recordando viejos tiempos, riendo. La amistad, nacida del amor, renació de una forma nueva: tierna, madura, luminosa.
Un día, mientras construíamos un castillo de bloques, Daniel me preguntó: