El conductor del autobús escolar nota a una niña llorando cada mañana, encuentra una nota oculta debajo de su asiento después de dejarla y lo que lee lo cambia todo.
John Miller llevaba conduciendo un autobús escolar en Cedar Falls, Iowa, casi quince años. Lo había visto todo: niños riendo, peleando, comiendo dulces a escondidas o quedándose dormidos de camino a la escuela. Pero una observación silenciosa había comenzado a inquietarlo en las últimas dos semanas.
Cada mañana, una niña llamada Emily Parker, de unos diez años con cabello castaño claro atado en una coleta desordenada, subía al autobús. Siempre se sentaba en el mismo lugar: fila cuatro, lado izquierdo, junto a la ventana. Lo saludaba en voz baja, con la mirada gacha, y luego permanecía en silencio durante todo el viaje. Eso no era inusual; muchos niños eran tímidos.
Lo que preocupaba a John era lo que sucedía después de dejarla. Mientras estacionaba el autobús en el aparcamiento de la escuela y los estudiantes salían en fila, notaba que Emily se secaba las lágrimas de las mejillas. La primera vez, pensó que tal vez solo había tenido una mañana difícil. Pero se convirtió en un patrón. Cada día, Emily se alejaba limpiándose la cara, a veces con los ojos rojos e hinchados.
John no podía quitarse la imagen de la cabeza. Tenía sus propios hijos, ya mayores, pero recordaba los llantos silenciosos de los niños que no querían hablar. Los maestros y los padres a menudo no se daban cuenta porque los niños intentaban ocultarlo. Pero John lo veía desde detrás de su amplio parabrisas.
Un jueves por la mañana, la situación se volvió más extraña. Después de dejar a todos, comenzó su barrido de rutina del autobús para buscar mochilas, loncheras o botellas de agua olvidadas. Cuando llegó al asiento de Emily, algo le llamó la atención. Metido entre el cojín del asiento y el marco de metal había un pequeño papel doblado. Lo sacó con cuidado.
A primera vista, parecía una nota ordinaria: papel de cuaderno, escrito a lápiz. Pero cuando lo desdobló, las palabras hicieron que se le encogiera el estómago. No eran deberes ni garabatos. Era una frase corta, con letra temblorosa presionada sobre la página:
«No quiero ir a casa».