Al día siguiente, Artyom apareció. Sin llamar, sin avisar. Simplemente tocó el timbre.
Cuando Sofía abrió la puerta, se le heló la sangre: ante ella estaba el hombre al que una vez amó… y luego aprendió a odiar. Había envejecido. Tenía canas, ojeras, pero su porte aún denotaba seguridad.
—Hola —dijo, como si nada hubiera pasado.
Sofía no respondió. Se quedó allí, mirándola fijamente a los ojos, en silencio.
—No tardo —continuó, como si se excusara—. Tenemos que hablar de algo.
—¿Quieres…? ¿Para hablar de cómo nos dejaste en la ruina? —preguntó con frialdad—. ¿O de cómo no llamaste a tu hijo durante siete años?
Artyom frunció el ceño.
—No hay necesidad de dramatizar. Todos pasamos por momentos difíciles. Estaba… confundido.
—¿Confundido? —Su voz se quebró—. ¡Confundido es cuando no sabes qué salsa elegir para la pasta! ¡Y simplemente te fuiste!
Se giró, como avergonzado. Pero solo por un instante.
—Vale, basta —dijo bruscamente—. No vine por eso. Sé lo del apartamento. Está a tu nombre, pero como el matrimonio no se ha disuelto, me corresponde la mitad.
Sofía no pudo evitar reírse —brevemente, con amargura, sin alegría—.
—¿La mitad? ¿Quieres la mitad de algo que no te corresponde?
—Legalmente, sí —respondió con frialdad—. Necesito el dinero. —Tengo problemas.