Noviembre de ese año fue especialmente húmedo y sombrío. Una fina lluvia, como tejida de polvo gris, caía sin cesar, empapando la tierra, las casas, a la gente. En días como esos, hasta respirar parecía más pesado. Sofía regresaba a casa después de un largo turno en el hospital, cansada, con las manos entumecidas, con la sensación de que todo en el mundo se había ralentizado.
Ya se había quitado el abrigo cuando sonó el teléfono.
El número no le sonaba.
—¿Sí? —preguntó con cansancio.
—Sofía… soy Inna Viktorovna. —La voz era suave, tensa, casi artificialmente amable.
Por un instante, a Sofía se le cortó la respiración. El pasado, al que no había invitado, volvía a llamar a su puerta.
—¿Qué necesitas? —Su voz era fría, sin el menor temblor.
—No tengas miedo —se apresuró a añadir su exsuegra—. No te estoy reprochando nada. Es solo que… ha surgido una noticia importante. Muy importante. Deberíamos reunirnos para hablar de ello.
—Estoy ocupada.
—Se trata de la herencia, Sofía. —La voz de Inna Viktorovna adquirió un tono apresurado, como si temiera que le colgaran—. Una gran herencia.
Sofía no pudo evitar sonreír. Parecía una broma de mal gusto.
—¿Una herencia? ¿Me estás tomando el pelo?
—Tu tía abuela, Zinaida Pavlovna, falleció —suspiró la mujer—. ¿La recuerdas? Te dejó un apartamento en Moscú. Grande, de tres habitaciones, en un buen edificio. Todo está en regla; el notario ya me ha contactado.