Pero ya nada estaba bien.
Los meses siguientes se convirtieron en una sucesión de días grises e idénticos. Sofía trabajaba como enfermera, hacía turnos de noche y volvía a casa al amanecer. A veces se dormía en la silla junto a la cuna de su hijo. Agua fría, falta de sueño, comida barata: todo esto se convirtió en su realidad cotidiana.
No había noticias de Artyom. Había desaparecido, como si se lo hubiera tragado la tierra. Ni llamadas, ni cartas, ni un céntimo de ayuda. Sofía dejó de esperar. En un momento dado, incluso tiró la foto de su boda. El papel crujió entre sus manos y sintió alivio.
Habían pasado siete años. Siete años largos, duros, pero vividos con honestidad.
Sofía era diferente ahora. Le aparecieron pequeñas arrugas en la cara y una dureza en la mirada que antes no tenía. Ya no lloraba por las noches. Aprendió a guardar silencio y a serenarse. Cada paso, cada victoria, incluso las pequeñas, le había costado mucho trabajo.
Antoshka creció, fue a la escuela y se convirtió en un chico sensato. Él tenía todo por lo que valía la pena vivir: bondad, honestidad, confianza. Alquilaron un pequeño apartamento juntos y, años después, Sofía pidió un préstamo y compró su propia casa: pequeña, pero suya.
Algunas tardes se sentaba junto a la ventana con una taza de té barato y contemplaba las luces de la ciudad. Y pensaba: «Lo logré».
Pero en lo más profundo de su corazón, permanecía un silencioso rastro de dolor. No por ella, sino por el niño. Por el hecho de que estuviera creciendo sin padre.
💔 PARTE II — DESARROLLO