El aroma a cigarrillos baratos y salchichas frías…

El olor a cigarrillos baratos y salchichas frías: eso era todo lo que quedaba del hombre al que Sofía una vez llamó esposo. Ese olor, impregnado en las paredes de su apartamento alquilado, parecía una sombra de lo que alguna vez fue una familia. Flotaba en el aire como un recordatorio de la traición, de sueños ingenuos destrozados por el estruendo de las puertas al cerrarse de golpe.

—¿Estás loca, Sofía? —La voz de Artyom sonaba irritada, con ese cansancio peculiar que invade a un hombre que ya ha decidido marcharse—. ¿De qué pensión alimenticia hablas? Tengo otros planes, otras obligaciones. No voy a mantenerte.

Se quedó junto a la puerta, metiendo cosas en una vieja mochila, como si estuviera preparando la maleta para un viaje de negocios corto, no para alejarse de la vida de su esposa e hijo.

—¡Tenemos un hijo, Artyom! —exclamó Sofía con la voz quebrada—. ¡Nuestro Antoshka tiene cinco años! Está creciendo, necesita ropa, comida… ¡colegio! —Es tu problema —dijo él con calma. —Nadie te obligó a esto. Deberías haberlo pensado.

Estas palabras la golpearon como una bofetada. Sofía sintió que algo dentro de ella se rompía. Se quedó en medio de la habitación, agarrándose al borde de la mesa para no caerse. Los juguetes de su hijo yacían cerca, sobre la alfombra: brillantes y cálidos, como un recuerdo de los días en que aún creía que el amor podía vencer la pobreza.

La puerta se cerró de golpe con tal estruendo que el cristal tembló. Al instante siguiente, reinó el silencio. Ese silencio especial en el que los destinos se desmoronan.

Sofía se dejó caer lentamente al suelo, apretando las palmas de las manos contra el pecho. Las lágrimas comenzaron a brotar por sí solas: calientes, feas, reales. En algún lugar de la habitación contigua, Antoshka despertó. Su llanto, silencioso y asustado, fue el golpe final, no de él, sino de la vida.

—Todo está bien, cariño… —susurró, abrazándolo—. Todo está bien…

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