Una mujer delgada con vestido blanco, sosteniendo una carpeta, lo miró fijamente. «La señora Magdalepa Rivas vive aquí». «Sí», respondió Damiá. Hablaba en serio. La mujer le entregó la carpeta. «Debe comparecer ante el juzgado civil el lunes. Es demasiado para usted».
Magdalepa salió al oír su nombre, tomó el documento y lo abrió con manos temblorosas. Su rostro se ensombreció al leer el encabezado: Acusado por fraude, firma: Erebus Villarreal. La paz no había durado mucho, y esta vez el golpe no fue solo emocional; fue legal, y vio directamente al hombre que le había arrebatado todo. Magdalepa sostuvo la carpeta con manos temblorosas.
No era solo un documento; era una puñalada por la espalda escrita con tinta negra. Las palabras «Departamento de Fraude» quedaron abiertas a la duda, y la firma al final, Erebus Villarreal, confirmaba que, por muy bajo que hubiera caído el hombre, su integridad seguía intacta. Damia no dijo nada; la miró con el ceño fruncido, los puños apretados y la mandíbula rígida.
Sabía que algo así podía pasar. Sabía la clase de hombre que era Eresto, pero no pensé que llegara tan lejos. “¿Qué dice?”, preguntó Camila desde la puerta, con la mirada fija en cada movimiento de su madre. Magdalena tardó en responder.
Cerró la carpeta con cuidado, como si temiera que las cartas se salieran del papel y le golpearan la cara. «Nada, mi amor, es cosa de mayores», dijo, preocupado por derrumbarse. Camila no insistió, pero la tensión la estaba afectando. Se acercó a sus hermanos y los condujo al dormitorio. Él la siguió sin decir palabra. Apa Lucía se giró para mirar a su madre antes de entrar, como si algo en su interior le dijera que la mujer que la había cuidado desde que nació estaba a punto de derrumbarse.
Una vez dentro de la casa, Magdalepa se sentó en la silla del comedor. Se quedó mirando la carpeta cerrada. Sintió dolor en el estómago y una opresión en el pecho. No podía entender cómo esto podía seguir doliéndole después de haberla dejado en la calle. Perder su hogar no era suficiente castigo.
“Tu ropa, tu dignidad, te voy a hablar como abogada”, dijo Damiá, rompiendo el silencio. “No podemos dejar esto así, ¿y cómo vamos a pagarlo?”, respondió, alzando la voz por primera vez, solo para corregirse. “Lo siento, no es para ti”. Damiá se sentó frente a ella, le tomó la mano con firmeza, pero sin evitarla. “Déjame ayudarte. No quiero que pases por esto sola”. Asintió con un leve movimiento. El orgullo ya no tenía cabida en su vida.
Había aprendido a las malas que aceptar ayuda no se trataba solo de defenderse, sino de sobrevivir. Las horas transcurrieron lentamente esa tarde. Magdalepa apenas comió. Se encerró en su habitación con los niños, fingiendo calma, pero afuera todo era una tormenta. Damiá, por su parte, se encerró en su taller y martillaba madera como si cada golpe fuera una forma de desahogar su impotencia. Al anochecer, preparó frijoles y arroz.
Eso era todo lo que podía hacer. Comía en silencio. Solo Tomás, el más pequeño, levantaba la vista de vez en cuando, incapaz de comprender del todo lo que sucedía a su alrededor. Esa noche, antes de dormirse, Magdalena sacó la cajita que guardaba en el fondo de su mochila. Dentro había fotos antiguas, un rosario roto y una carta sin abrir.
Su madre la había escrito poco antes de morir. Nunca la había leído. Por miedo, por dolor, por todo lo que quería afrontar en ese momento. Abrió el sobre. Hija, si un día sabes que no puedes más, recuerda que sobrevivir no se trata de vivir de migajas, sino de aprender a convertirlas en algo. Magdalena dejó caer la carta y lloró en silencio. No quería que los niños la oyeran.
No quería que Damiá la viera, pero las lágrimas fluían con pasión, como si su alma se purificara con la justicia habitual. Al día siguiente, Damiá salió temprano. Fue a ver a un viejo conocido que trabajaba como becario en un pequeño bufete de abogados en el centro de Guadalajara. No tenía dinero para abogados caros, pero esperaba encontrar al menos alguna orientación.
Mientras estaba en casa, Magdalepa se comportó con normalidad. Lavó la ropa, colgó la ropa en el patio y le hizo trenzas apretadas a Ana Lucía. Camila la observaba desde la cocina. Estaba sentada con los brazos cruzados y el ceño fruncido. “¿Por qué haría papá algo así?”, preguntaba repetidamente. “¿No te basta con haberte echado?”. Magdalepa dejó de colgar la ropa.
La miró con un dolor abrasador, con una resignación que ya no podía ocultar. «Tu padre ya no sabe qué es». Y a veces, cuando estás completamente perdido, te lastimas solo para sentirte vacío. Camila asintió con compasión, pero la ira en sus ojos no había desaparecido. Algo en ella había cambiado, algo invisible a simple vista, pero que pronto empezaría a crecer.
Damiá regresó esa tarde con noticias desconcertantes. El abogado, un joven llamado Rrbé Márquez, accedió a revisar el caso sin cobrar honorarios, al menos por ahora. Dijo que el documento presentado no contenía pruebas y que necesitaba investigar más. “Lo que importa ahora”, dijo Rrbé cuando llegó esa misma tarde para hablar con Magdalepa. “Es que no estás sola. Vamos a defenderte”.