Echó a su esposa y sus cinco hijos de casa…

Afuera, la ciudad dormía, pero dentro de esa pequeña casa, la historia apenas comenzaba. Y lo que estaba a punto de suceder en ese humilde hogar tenía más peso del que ninguno de ellos pudiera imaginar. El amanecer llegó sin hacer ruido.

El calor de la mañana dio paso a una brisa cálida que entraba por las puertas entreabiertas de la casa de Damiá. Afuera, los primeros rayos de sol iluminaban los techos de chapa y las fachadas agrietadas de las casas vecinas. Dentro, en la sala, el silencio era dichoso, sagrado. Los cinco niños seguían durmiendo, temerosos, en el suelo, envueltos en mantas prestadas. Magdalea, en cambio, no había pegado ojo.

Sentada en la cama, con la espalda contra la pared, los observaba respirar. Escuchaba sus leves crujidos, los movimientos voluntarios de sus cuerpos casados. Se sentía vacía, como si la noche anterior le hubiera vaciado el alma. Damia apareció con dos tazas de barro en la mano. Le ofreció una a Magdalea. Ella la recibió con un gesto tímido.

Café caliente. Lo reconoció por el aroma. “¿No has dormido nada?”, preguntó con reproche. “No puedo”, respondió ella. “Todo esto me sigue pareciendo irreal”. Damia se sentó en un pequeño taburete de madera junto a ella. “Aquí estás a salvo, Magdalena. Tú y los niños. Nadie te tocará”.

Asintió en silencio, pero su mirada permaneció vacía. Le costaba aceptar la realidad. Había pasado de un comedor de mármol a un simple cementerio, de un marido poderoso a una casa compartida, pero no se quejó. Sintió que, aunque le dolía, esta traición traía consigo algo que nunca había sido pacífico en la casa. Pasaron varios minutos sin hablar. Solo el sonido de alguien lavando platos en la habitación contigua rompió el silencio.

“¿Recuerdas aquella vez que quisiste ir a Puebla?”, repitió Damiá con una sonrisa irónica. “Dijiste que querías aprender a hornear”. Magdalea se sorprendió. Nadie le había recordado sus sueños en años. “Lo dije en broma”, respondió. “No lo parecía. Tenías esa cara. Como alguien que quiere algo más”. Bajó la mirada.

Esa mirada se había desvanecido hacía mucho tiempo. Uno de los niños se movió. Era Luisito, quien se despertó frotándose los ojos. Lo primero que vio fue a Damiá sentado allí. Me miró un momento. No sabía si sentirse cómodo o avergonzado. Damiá le sonrió. “Buenos días, campeón. ¿Dormiste bien?” Luisito asintió con indulgencia. Luego miró a su alrededor.

No preguntó dónde estaba. Comprendió, si es que comprendía del todo, que este lugar era temporal o quizás el comienzo de algo nuevo. “¿Hay comida?”, preguntó en voz baja. Damiá se levantó sin decir palabra, salió al patio, agarró la bolsa de papel que había guardado del día anterior y regresó con el postre. Cuatro piezas.

No había suficiente para todos, pero Magdalea partió cada trozo por la mitad. Era su forma de demostrarles que, aunque sea poco, compartir siempre es suficiente. “Tomen, mis amores, coman despacio”, dijo. Tomás despertó en brazos de Camila. Se incorporó rígido, como si aún esperara ver la alfombra roja en la sala de juegos de la vieja casa.

Pero al mirar la pared descascarada y el techo manchado de humedad, se dio cuenta de que no estaba allí. Abrazó a su hermana y guardó silencio. Damiá observaba todo sin intervenir. Sabía que no podía saber qué había pasado, pero podía estar presente. A veces el silencio vale más que cualquier palabra. Cuando todos terminaron de comer, Damiá les mostró una pequeña habitación en la parte delantera.

Había un armario viejo, una cama y una ventana que daba al patio. Podemos mover el armario y traer otro colchón. No es mucho, pero puedes usar esta habitación si quieres más privacidad. Magdalea lo miró agradecida. No estaba acostumbrada a tanta generosidad desinteresada. Gracias, Damiá. De verdad, gracias. Negó con la cabeza. No tienes que agradecerme nada.

No vuelvas a desaparecer. Tragó saliva. No era momento de hablar del pasado, pero la frase le dejó un profundo silencio. Camila, que escuchaba desde la puerta, se abrió paso hacia el frente. “¿Conocías a mi mamá de antes?”, preguntó Damiá, acercándose. “Sí, mucho antes de que aparecieras”.

—¿Y por qué no estaban juntos? —preguntó Camila, sin malicia, pero con profunda curiosidad. Magdalepa respondió antes que él: —Porque la vida a veces te lleva por caminos que no entiendes hasta que es demasiado tarde. Camila bajó la mirada. Estaba procesando muchas cosas a la vez. Esa mañana traicionó lentamente, pero con la calma que los unía desde hacía años.

Los niños comenzaron a explorar la casa, tocando herramientas viejas en el taller de Damián, sentados en el patio y jugando con piedras como si fueran juguetes. Mientras lo hacían, Magdaleña observaba en silencio, con el corazón lleno de miedo, pero también con una pequeña chispa de algo que hacía tiempo que no estaba allí, algo parecido a la esperanza. Pero justo cuando parecía que el día terminaría en paz, un golpe en la puerta principal interrumpió el momento. Damiá salió a ver.

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