Echó a su esposa y sus cinco hijos de casa…

Preparó té caliente, sacó unas toallas del fondo del armario y, por primera vez en años, Magdalea durmió sin gritos, sin amenazas, sin miedo. Pero esa noche fue más que un refugio. Fue el comienzo de algo que el propio Eresto no había imaginado. Una historia de dignidad, reconstrucción y justicia. La calle estaba vacía.

El eco de sus pasos resonaba en las aceras agrietadas de la avenida principal, mientras Magdalepa avanzaba con los cinco niños detrás como si solo fuera un cuerpo roto. Camila llevaba la mochila con la ropa. Lúsisto cargaba a Tomás, medio dormido, en brazos. Ya nadie lloraba.

Las lágrimas les habían secado la piel, como la tierra que deja de pedir agua cuando se resigna a la sequía. Magdalepa no dijo ni una palabra. Su rostro estaba endurecido, sus labios agrietados y su mirada fija al frente. No sabía adónde iba, pero no podía detenerse. Si se detenía, los niños comprenderían que no quedaba nada. “Mamá”, dijo Camila con voz pétrea. “Volveremos algún día”. Magdalepa respiró hondo.

Intentó encontrar algo en su interior que no le diera miedo, pero solo encontró silencio. “No”, respondió. Simplemente extendió la mano y acarició el cabello de su hija sin mirarla. Camila lo entendió. No había vuelta atrás. Luisito, de 10 años, miró a su alrededor. Nunca había visto a su madre caminar con los hombros tan fríos. Por primera vez en su vida, pensó que los adultos también podían quebrarse.

—¿Dónde vamos a dormir, mamá? —preguntó en voz baja. Magdalena apretó los dientes. Quería decirles que todo estaría bien, que era temporal, que Jesús cambiaría de opinión, pero ya no podía mentirles. Lo había oído todo. Sabía que su padre los amaba. Nada más. Cruzaron la puerta cerrada.

El olor a masa se filtraba por debajo de la mampara metálica. Tomás despertó en brazos de Lísito y empezó a llorar. Magdalena lo alzó y lo meció en silencio, mientras Mateo, de seis años, caminaba aferrado a la falda de su madre. El calor de la noche comenzaba a amainar. Una ligera brisa levantó el polvo del suelo.

El cielo estaba despejado, pero no había estrellas, solo oscuridad sobre ellas. A lo lejos, las luces del humilde barrio comenzaron a centellear. Magdalepa reconoció las calles de su pueblo natal. Claqe Paqe. Allí había crecido. Allí había reído por última vez antes de casarse con Eresto. Se detuvo frente a una pequeña casa de paredes encaladas y una verja de hierro oxidada.

El corazón le latía con fuerza en la garganta, no por miedo al rechazo, sino por vergüenza. Hacía más de quince años que no veía a Damián. Había sido su amigo, casi su novio, pero ella había elegido otro camino. Había elegido a Erosto, y ahora estaba allí, descalza, con el alma destrozada. Miró a los niños. Estaba agotada.

No pudieron seguir caminando. Llamó a la puerta una vez, dos veces. Nada. Volvió a llamar. Esta vez más fuerte. “¿Qué?”, ​​respondió una voz masculina, ronca, sorprendida y suspicaz. “Soy yo, Magdalea”. Silencio. Se oyeron pasos suaves al otro lado. La cerradura giró. La puerta se abrió lentamente, y allí estaba él, Damiá López, con la misma mirada traicionera de siempre, aunque aún más arrugada y con las manos cubiertas de polvo de madera. Vestía unos viejos pantalones vaqueros y una camiseta de Úpa Sip Mapagas.

Sus ojos se abrieron de par en par al verla. Luego miró a los niños y no se atrevió a decir ni una palabra. “¿Qué pasó?”, preguntó en voz baja. Magdalena no pudo hablar; simplemente bajó la mirada, abrazó a Tomás con más fuerza y ​​las lágrimas comenzaron a caer. No gritó ni dio explicaciones, solo lloró. Damia no hizo más preguntas; se hizo a un lado.

“Pasen”, dijo Camila. Fue la primera en entrar. Luisito y Ana Lucía la siguieron. Mateo la siguió. Magdalea entró última, como preguntándose si merecía semejante gesto. La puerta se cerró tras ellos, pero por primera vez esa noche, no se sintió como un castigo, sino como un refugio. Dentro de la casa, el aire olía a madera, café viejo y paz.

Damiá les ofreció agua. Luego tomó las bolsas que había guardado en la caja de cartón. Magdalena lo miró en silencio, sin saber cómo expresar su gratitud. Sabía que cualquier otra palabra rompería la calidez del momento. «Mi casa es pequeña, pero les alcanza», dijo mientras extendía las bolsas en el suelo de la sala. Tomás se durmió al instante.

Mateo abrazó a Ana Lucía, y Lúcisito miraba al techo con los ojos abiertos. Camila, en cambio, no dormía. Sentada contra la pared, miraba a Damiá desde lejos. Lo observaba como si quisiera recordar por qué su madre lo había matado. Magdalepa se sentó junto a su hija y le acarició el pelo. «Gracias por ser tan fuerte hoy», susurró.

Camila no respondió, solo apoyó la cabeza en su hombro. Damiá apagó la luz de la sala, pero no entró en su habitación. Se sentó en la silla de madera, como si supiera que esa noche no era para descansar, sino para estar, para abrazarse, excepto para el silencio.

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