Echó a su esposa y a sus cinco hijos de casa… ¡PERO CUANDO REGRESÓ HUMILLADO, TODO HABÍA CAMBIADO!-CHI

El día amaneció con uno de esos soles que apenas calientan. Ernesto despertó en una cama de hotel en la Colonia Americana, con la camisa arrugada, la boca seca y una vaga sensación de triunfo. La noche anterior había firmado un nuevo acuerdo de inversión con el grupo del Bajío que Brenda le presentó. No recordaba cuántas copas llevaba, ni los documentos que firmó. Solo recordaba su sonrisa, la soberbia sonrisa de quien cree seguir dominando el juego.

Se levantó despacio, se puso el reloj de oro—el único lujo que le quedaba—y marcó a Brenda. Una vez. Dos. Nada. Frunció el ceño, se duchó, bajó al lobby y pidió desayuno con actitud de jefe, pero el mesero lo atendió sin prisa. Ya no era el señor Villarreal al que en el Country Club saludaban con respeto. Era un huésped más, y empezaba a notarlo. Al mediodía intentó otra vez: celular, oficina, asistente: todos apagados o sin contestar. Un nudo le apretó el estómago. La confianza que lo envolvió la noche anterior al firmar y brindar se le empezó a derretir entre los dedos.

Volvió a la habitación y abrió el portafolio. Entre los papeles, encontró el contrato de la nueva inversión. Lo leyó con atención por primera vez. El título era distinto, los términos también, y su nombre no aparecía como dueño de nada, solo como aval. El fideicomiso estaba a nombre de Brenda y de una empresa fantasma en Querétaro. El sudor le corrió por la espalda, el corazón le martilló en las sienes.

Por primera vez en años, Ernesto sintió miedo. No enojo, no fastidio: miedo. Llamó al banco. Su cuenta principal ya no existía.
—Lo lamento, señor Villarreal —dijo la ejecutiva—. Usted fue dado de baja como titular hace tres días por orden notarial.
—¿Qué demonios me dice? —gritó.
—Las instrucciones están firmadas por usted. Tenemos los documentos.
Colgó.

Los pensamientos le volaban. Salió sin cerrar la puerta y tomó un taxi al edificio de Brenda. El portero lo miró de lado.
—La señora se fue ayer con maletas. Dejó el departamento.
—¿A dónde?
—No dejó dirección.
Subió de todos modos. Tocó. Nadie. Forzó la puerta.

El departamento estaba vacío. Los armarios vacíos. Los cajones abiertos. Solo quedaba una nota doblada sobre la barra de la cocina: Me enseñaste a cuidar mi futuro. Solo seguí tu ejemplo. Adiós. Ernesto se desplomó. Lo habían despojado de todo otra vez.

Pero esta vez no por soberbia ajena, sino por su propia ingenuidad. El celular vibró: un mensaje del banco. Su hipoteca había sido rechazada por historial insuficiente. Salió a la calle sin rumbo. Caminó por Guadalajara con el reloj de oro ahora convertido en burla. Esa misma tarde lo empeñó por una cuarta parte de su valor. Comió tacos en la calle. No por gusto, sino por necesidad. No sabía cuánto le duraría el poco efectivo. Al anochecer, se sentó en una banca del Parque Revolución. Vio niños jugar, parejas reír, vendedores ambulantes—gente a la que nunca consideró su igual y ahora le devolvía el reflejo.

Al mismo tiempo, en Tlaquepaque, Magdalena servía la cena a sus hijos: arroz, huevo y frijoles. Camila repartía vasos con agua de jamaica. Luisito se reía con Tomás por algo de la escuela. Ana Lucía mostraba orgullosa la estrellita dorada que la maestra le dio por leer en voz alta.
—¿Crees que podamos ir otra vez al zoológico algún día? —preguntó Mateo.
—Claro —dijo Magdalena—. Tal vez no pronto, pero llegaremos.
Damián la miró desde el otro lado de la mesa. Aun con todo lo que faltaba, esa casa se sentía llena, llena de cosas que el dinero no compra.

Esa misma noche, Ernesto volvió al hotel. El administrador lo esperaba en recepción.
—Lo siento, señor. Su reserva terminó y no podemos extenderla. Su cuenta está vencida.
—Lo arreglo mañana. Hablaré con mi abogado.
—No hay tiempo, señor. Debe desocupar ahora.
Ernesto subió, tomó el portafolio, un par de camisas y bajó. Nadie lo ayudó. Nadie le abrió la puerta. Salió con su propia maleta en la mano por primera vez en años. Y mientras caminaba por la Avenida Chapultepec, sintió que su mundo se desmoronaba. Se sentó frente a una tienda cerrada, se acomodó sobre cartones, cerró los ojos. No lloró, pero algo dentro se quebró. No era solo la ruina: era darse cuenta de que en todo ese tiempo no construyó nada real: ni una relación, ni una amistad, ni una familia que quisiera verlo.

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