Y justo cuando se dispuso a dormir, una voz lo sacó de su miseria.
—Don Ernesto…
Abrió los ojos despacio. Era alguien a quien jamás esperó ver así, alguien que lo conocía demasiado bien y cuya presencia lo obligaría a enfrentar verdades que llevaba años evitando. Ernesto no reaccionó de inmediato. La voz que lo nombró lo jaló de su abismo como un eco del pasado. Alzó la vista y tardó en enfocar. Era Esteban, su excontador, el que llevó los libros más de una década, que sabía cada cifra, cada movimiento, un hombre de pocas palabras y memoria precisa.
Ahí estaba, con una bolsa del súper en una mano, tenso.
—¿Qué te pasó, Ernesto? —preguntó sin sarcasmo ni lástima, pero tampoco con compasión.
Ernesto intentó incorporarse. Apenas pudo.
—No es asunto tuyo —dijo con voz ronca y orgullo herido.
—Trabajé quince años para ti —respondió Esteban—. No por lástima, sino porque confié en lo que hacías. Hasta que empezaste a hacer lo que hiciste.
Ernesto frunció el ceño, molesto.
—¿Vienes a regañarme ahora? ¿Tú también?
Esteban negó con la cabeza. Sacó un termo y se lo tendió.
—No. Vine a darte café. Está frío.
Ernesto dudó, pero lo aceptó. Bebió en silencio mientras la ciudad seguía girando, indiferente a su ruina.
—Te vi en los periódicos la semana pasada —siguió Esteban—. Lo del fideicomiso falso. Dicen que tu firma está en todo, pero ya no figuras como beneficiario de nada.
Ernesto apretó los dientes. La vergüenza le ardió por dentro.
—Brenda… me jugó.
Esteban lo miró unos segundos y se sentó a su lado.
—No voy a decirte “te lo mereces”, pero tú mismo fuiste poniendo cada piedra de esta caída.
—¿Vienes a humillarme o a ayudarme?
—A decirte la verdad —respondió—. Y a advertirte: hay una investigación abierta de Hacienda, el SAT y un juzgado en Puebla. Si no te presentas pronto, vas a terminar en la cárcel; esta banca es cómoda en comparación.
Ernesto tragó, con un nudo en la garganta. Había cruzado todas las líneas creyendo que nunca lo alcanzarían. Pero el pasado siempre cobra, y el suyo estaba lleno de ceros.
—No tengo a dónde ir —susurró por primera vez, con los ojos vidriosos.
—Yo tampoco puedo ayudarte, salvo con café —dijo Esteban, poniéndose de pie—. Pero te diré algo: si te queda un poco de decencia, búscala, porque la justicia viene… y no viene sola.
Le apretó en la mano un papel arrugado: el nombre y dirección de un defensor de oficio. Nada más. Y se fue.