Echó a su esposa y a sus cinco hijos de casa… ¡PERO CUANDO REGRESÓ HUMILLADO, TODO HABÍA CAMBIADO!-CHI

El hombre se dio la vuelta sin despedirse. Desapareció en la oscuridad como si no tuviera rostro, como si fuera otro instrumento de esa justicia ciega que tantas veces castiga a los inocentes por estar del lado equivocado del poder. Ya dentro, Damián cerró con cuidado.
—No quiero que los niños se enteren de nada —dijo Magdalena en voz baja.
—Esto ya no es un ataque. Es una guerra.
Magdalena asintió, sintiendo una tormenta formarse por dentro. El miedo era cada vez más agudo, pero algo más empezaba a despertar: una rabia contenida, una necesidad de dejar de ser pisoteada.

Mientras eso ocurría en Tlaquepaque, a kilómetros, en un restaurante de lujo al norte de Guadalajara, Ernesto brindaba con Brenda. Rodeado de copas finas, luces cálidas y música suave de fondo, sonreía esa sonrisa que solo mostraba cuando creía tenerlo todo bajo control. Brenda iba de rojo, con labial y risa fácil.
—¿Seguro que todo quedó a su nombre? —preguntó, girando la copa entre los dedos.
—Completamente —dijo Ernesto—. Ella es legalmente responsable de lo que firmó. Ni siquiera lo sabe.
Brenda lo miró con admiración fingida. Por dentro, sus pensamientos estaban en otra parte.
—Eres brillante… aunque demasiado confiado —susurró más para sí que para él.

Ernesto pidió otra botella. Estaba eufórico. La nueva sociedad con unos empresarios del Bajío parecía sólida. Brenda, siempre hábil, lo había convencido de transferir las acciones más valiosas a través de un fideicomiso que—según ella—lo protegería a él. Pero Ernesto, cegado por el ego, no leyó nada. Firmó todo lo que Brenda le puso enfrente. No creía que pudiera traicionarlo. Al fin y al cabo, había dejado a su familia por ella.
—¿Sabes qué? —rió Ernesto—. No entiendo cómo hay hombres que se arruinan por una mujer.
Brenda sonrió. El mesero dejó la botella.
—Yo sí entiendo —respondió con una mirada fija y helada.

Esa noche, mientras Ernesto brindaba con vino francés, Damián trabajaba en el taller con Luisito. El niño lijaba una pieza con furia, frustrado porque no quedaba pareja.
—No te enojes —dijo Damián—. La madera no cede con fuerza, sino con paciencia.
—¿Y si no soy paciente?
—Entonces la madera se rompe… y tú también.
Luisito bajó los hombros. Damián le acarició el pelo y tomó la lija.
—Yo también rompí muchas cosas por no esperar —murmuró.
Luisito no lo entendió del todo, pero algo de esa frase se le quedó.

Por su parte, Magdalena había guardado el nuevo citatorio junto con los papeles de la caja. No podía dormir. Pensaba en el juicio, en sus hijos, en el mesón al que debía llegar antes del alba para el trabajo. Pero, sobre todo, pensaba en algo más inquietante: ¿qué pasaría si Ernesto caía y los arrastraba a todos? Tomás despertó y pidió agua. Magdalena se levantó, le dio un vaso y lo mecío. El niño volvió a dormir con una sonrisa. Ella lo miró. Era tan pequeño, tan vulnerable, y aun así cargaba una historia que no entendía.
—No te voy a fallar —susurró.

Al amanecer, mientras el barrio apenas despertaba, Brenda abrió su celular y confirmó una transferencia internacional. Millones, a una cuenta a su nombre, a espaldas de Ernesto. Y en un motel, un hombre que lo había tenido todo dormía tranquilo, sin saber que la traición que planeaba ya había llegado antes que él. Y lo peor era que su caída ni siquiera había empezado.

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