Asintió en silencio, pero su mirada permaneció vacía. Le costaba aceptar la realidad. Había pasado de un comedor de mármol a un suelo de cemento, de un marido poderoso a una manta compartida, pero no se quejó. Sintió que, aunque le dolía, esta transición traía consigo algo que nunca había sido pacífico en la mansión. Pasaron varios minutos sin hablar. Solo el sonido de alguien lavando platos en la casa de al lado rompió el silencio.
“¿Recuerdas aquella vez que quisiste ir a Puebla?”, dijo Damián de repente con una sonrisa nostálgica. “Dijiste que querías aprender repostería”. Magdalena se sorprendió. Hacía años que nadie le recordaba sus sueños. “Lo dije en broma”, respondió. “No lo parecía. Tenías esa mirada. Como alguien que quiere algo más”. Bajó la mirada.
Esa mirada se había desvanecido hacía tiempo. Uno de los niños se movió. Era Luisito, quien se despertó frotándose los ojos. Lo primero que vio fue a Damián sentado allí. Dudó un momento. No sabía si sentirse cómodo o avergonzado. Damián le sonrió. “Buenos días, campeón. ¿Dormiste bien?” Luisito asintió lentamente. Luego miró a su alrededor.
No preguntó dónde estaban. Comprendió, sin comprender del todo, que ese lugar era temporal o quizás el comienzo de algo nuevo. “¿Hay pan?”, preguntó en voz baja. Damián se levantó sin decir palabra, salió al patio, agarró una bolsa de papel que había guardado del día anterior y regresó con pan dulce. Cuatro pedazos.
No había suficiente para todos, pero Magdalena partió cada uno por la mitad. Era su manera de demostrarles que, aunque sea poco, compartir siempre es suficiente. “Tomen, mis amores, coman despacio”, dijo. Tomás despertó en brazos de Camila. Se incorporó confundido, como si aún esperara ver la alfombra roja en el cuarto de juegos de la vieja casa.
Pero al notar la pared descascarada y el techo manchado de humedad, se dio cuenta de que no estaban allí. Abrazó a su hermana en silencio. Damián observaba todo sin intervenir. Sabía que no podía sanar lo sucedido, pero podía estar presente. A veces el silencio cura más que cualquier palabra. Cuando todos terminaron de comer, Damián les mostró una pequeña habitación al fondo.
Había un armario viejo, una cuna y una ventana que daba al patio. Podemos mover el armario, traer otro colchón. No es mucho, pero puedes usar esta habitación si quieres más privacidad. Magdalena lo miró agradecida. No estaba acostumbrada a la generosidad desinteresada. Gracias, Damián. De verdad, gracias. Negó con la cabeza. No tienes que agradecerme nada.
Solo no vuelvas a desaparecer. Tragó saliva. No era momento de hablar del pasado, pero la frase le dejó algo atrapado en el pecho. Camila, que escuchaba desde la puerta, dio un paso al frente. “¿Conocías a mi mamá de antes?”, preguntó Damián acercándose lentamente. “Sí, mucho antes de que nacieras”.
¿Y por qué no estaban juntos?, preguntó Camila sin malicia, pero con genuina curiosidad. Magdalena respondió antes que él, porque la vida a veces te lleva por caminos que no comprendes hasta que es demasiado tarde. Camila bajó la mirada. Estaba procesando muchas cosas a la vez. Esa mañana transcurrió lentamente, pero con una calma que ninguno de los dos había sentido en años.
Los niños comenzaron a explorar la casa, tocando viejas herramientas en el taller de Damián, sentados en el patio y jugando con piedras como si fueran juguetes. Mientras tanto, Magdalena observaba en silencio, con el corazón lleno de miedo, pero también con una pequeña chispa de algo que no había sentido en mucho tiempo, algo parecido a la esperanza. Pero justo cuando parecía que el día terminaría en paz, un golpe en la puerta principal interrumpió el momento. Damián salió a ver.
Una mujer delgada con uniforme blanco, sosteniendo una carpeta, lo miró fijamente. “La señora Magdalena Rivas vive aquí”. “Sí”, respondió Damián. En serio. La mujer le ofreció la carpeta. “Debe comparecer ante el juzgado civil el lunes. Hay una demanda en su contra.”