Magdalena salió al oír su nombre, tomó el documento y lo abrió con manos temblorosas. Su rostro se ensombreció al leer el encabezado: Denuncia por fraude, firma: Ernesto Villarreal. La paz no había durado mucho, y esta vez el golpe no fue solo emocional; fue legal, y vino directamente del hombre que le había arrebatado todo. Magdalena sostuvo la carpeta con manos temblorosas.
No era solo un documento; era una puñalada por la espalda escrita con tinta negra. Las palabras “Denuncia por Fraude” no dejaban lugar a dudas, y la firma al final, Ernesto Villarreal, confirmaba que, por muy bajo que hubiera caído el hombre, su crueldad seguía intacta. Damián no dijo nada; la miró con el ceño fruncido, los puños apretados y la mandíbula rígida.
Sabía que algo así podía pasar. Sabía la clase de hombre que era Ernesto, pero no creía que fuera a llegar tan lejos. “¿Qué dice?”, preguntó Camila desde la puerta, con la mirada fija en cada movimiento de su madre. Magdalena tardó en responder.
Cerró la carpeta con cuidado, como si temiera que las letras se salieran del papel y le golpearan la cara. “Nada, mi amor, es cosa de adultos”, dijo, intentando no derrumbarse. Camila no insistió, pero la tensión se notaba en su cuerpo. Se acercó a sus hermanos y los condujo a la habitación. Luisito la siguió sin decir palabra. Ana Lucía, en cambio, se giró para mirar a su madre antes de entrar, como si algo en su interior le dijera que la mujer que la había cuidado desde que nació estaba a punto de derrumbarse.
Una vez dentro de la casa, Magdalena se sentó en una silla del comedor. Se quedó mirando la carpeta cerrada. Sentía un nudo en el estómago y una opresión en el pecho. No entendía cómo Ernesto podía seguir haciéndole daño después de dejarla en la calle. Perder su hogar no era suficiente castigo.
“Tu ropa, tu dignidad, voy a hablar con un abogado”, dijo Damián, rompiendo el silencio. “No podemos dejar esto así, ¿y cómo vamos a pagarlo?”, respondió ella, alzando la voz por primera vez, para luego corregirse. “Lo siento, no es contigo”. Damián se sentó frente a ella, le tomó la mano con firmeza, pero sin invadirla. “Déjame ayudarte. No quiero que enfrentes esto sola”. Ella asintió con un leve movimiento. El orgullo ya no tenía cabida en su vida.
Había aprendido a las malas que aceptar ayuda no era rendirse, era sobrevivir. Las horas transcurrieron lentamente esa tarde. Magdalena apenas comió. Se encerró en su cuarto con los niños, fingiendo calma, pero por dentro todo era una tormenta. Damián, por su parte, se encerró en su taller y martilló madera como si cada golpe fuera una forma de desahogar su impotencia. Al anochecer, prepararon frijoles y arroz.
Fue todo lo que pudo hacer. Comieron en silencio. Solo Tomás, el más pequeño, sonreía de vez en cuando, sin comprender del todo lo que sucedía a su alrededor. Esa noche, antes de dormirse, Magdalena sacó una cajita que guardaba en el fondo de su mochila. Dentro había fotos antiguas, un rosario roto y una carta sin abrir.
Había sido escrita por su madre poco antes de morir. Nunca la había leído. Por miedo, por dolor, por todo aquello a lo que no quiso enfrentarse en su momento. Abrió el sobre. Hija, si un día sientes que no puedes más, recuerda que sobrevivir no es vivir de migajas, sino aprender a convertirlas en pan. Magdalena dejó caer la carta y lloró en silencio. No quería que los niños la oyeran.
No quería que Damián la viera, pero las lágrimas salían solas, como si el alma se le estuviera limpiando de tanta injusticia acumulada. Al día siguiente, Damián salió temprano. Fue a ver a un viejo conocido que trabajaba de pasante en un pequeño despacho en el centro de Guadalajara. No tenía dinero para abogados caros, pero esperaba encontrar al menos orientación.
Mientras tanto, en casa, Magdalena intentó actuar con normalidad. Lavó ropa a mano, colgó las cobijas en el patio y trenzó el cabello de Ana Lucía en trenzas apretadas. Camila la observaba desde la cocina, sentada con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
—¿Por qué papá haría algo así? —soltó de pronto—. ¿No le bastó con echarnos a la calle?
Magdalena dejó de colgar una cobija.
La miró con un dolor viejo, con una resignación que ya no intentaba esconder.
—Tu padre ya no sabe quién es. Y a veces, cuando estás completamente perdido, lastimas para no sentirte tan vacío.
Camila asintió despacio, pero la rabia en sus ojos no desapareció. Algo en ella había cambiado, algo que no se veía a simple vista, pero que pronto empezaría a crecer.