Intentó encontrar algo en su interior que no fuera miedo, pero solo encontró silencio. “No”, respondió. Simplemente levantó la mano y acarició el cabello de su hija sin mirarla. Camila comprendió. No había vuelta atrás. Luisito, de 10 años, miró a su alrededor. Nunca había visto a su madre caminar con los hombros tan hundidos. Por primera vez en su vida, pensó que los adultos también podían quebrarse.
“¿Dónde vamos a dormir, mamá?”, preguntó con voz apenas audible. Magdalena apretó los dientes. Quería decirles que todo estaría bien, que era temporal, que Ernesto cambiaría de opinión, pero ya no podía mentirles. Lo habían oído todo. Sabían que su padre no las quería. Nada más. Pasaron por una panadería cerrada.
El olor a masa rancia se filtraba por debajo de la cortina metálica. Tomás despertó en brazos de Luisito y empezó a llorar. Magdalena lo alzó y lo meció sin decir nada, mientras Mateo, de seis años, caminaba aferrado a la falda de su madre. El calor de la noche comenzaba a disminuir. Una ligera brisa levantó el polvo del suelo.
El cielo estaba despejado, pero no había estrellas, solo oscuridad sobre ellas. A lo lejos, las luces de un barrio humilde comenzaron a brillar. Magdalena reconoció las calles de su infancia. Claque Paque. Allí había crecido. Allí había reído por última vez antes de casarse con Ernesto. Se detuvo frente a una pequeña casa de paredes encaladas y una puerta de hierro oxidada.
El corazón le latía con fuerza en la garganta, no por miedo al rechazo, sino por vergüenza. No había visto a Damián en más de 15 años. Había sido su amigo, su casi novio, pero ella eligió otro camino. Eligió a Ernesto, y ahora estaba allí, descalza, con el alma destrozada. Miró a los niños. Estaban exhaustos. No pudieron seguir caminando. Llamó a la puerta una vez, dos veces. Nada. Volvió a llamar. Esta vez más fuerte. “¿Quién?”, respondió una voz masculina, ronca, sorprendida y desconfiada. “Soy yo, Magdalena”.
Camila no respondió, solo apoyó la cabeza en su hombro. Damián apagó la luz de la sala, pero no fue a su habitación. Se sentó en una silla de madera, como si supiera que esa noche no era para descansar, sino para estar, para abrazar, aunque fuera en silencio.
Afuera, la ciudad dormía, pero dentro de esa pequeña casa, una nueva historia acababa de comenzar. Y lo que estaba a punto de desarrollarse en ese humilde hogar tenía un peso que ninguno de ellos podía imaginar. El amanecer llegó sin hacer ruido.
El calor de la mañana dio paso a una brisa cálida que entraba por las ventanas entreabiertas de la casa de Damián. Afuera, los primeros rayos de sol iluminaban los techos de lámina y las fachadas agrietadas de las casas vecinas. Dentro, en la sala, el silencio era denso, sagrado. Los cinco niños seguían dormidos en el suelo, envueltos en mantas prestadas. Magdalena, en cambio, no había pegado ojo.
Sentada en un rincón, con la espalda contra la pared, los observaba respirar. Uno a uno, escuchó sus suaves ronquidos, los movimientos involuntarios de sus cuerpos cansados. Se sentía vacía, como si la noche anterior le hubiera vaciado el alma. Damián apareció con dos tazas de barro en la mano. Le ofreció una a Magdalena. Ella la recibió con un gesto tímido.
Café caliente con canela. Lo reconoció por el aroma. “¿No dormiste nada, verdad?”, preguntó sin reproche. “No pude”, respondió ella. “Todo esto todavía me parece irreal”. Damián se sentó en un pequeño banco de madera frente a ella. “Aquí estás a salvo, Magdalena. Tú y los niños. Nadie te va a tocar”.