Damián recibió la noticia por teléfono. No dijo una palabra durante toda la llamada. Al colgar, miró a Luisito, que tallaba madera con una concentración que solo los niños pueden tener en medio del caos.
—¿Viste a Ana Lucía? —preguntó—. Esta mañana no solo me saludó desde la ventana.
Damián salió corriendo de regreso a la casa. Magdalena lo esperaba en la sala, temblando. Camila acababa de llegar de la escuela, y al escuchar la palabra desaparecida, sintió un escalofrío recorrerle el pecho.
—Fue Brenda. Fui yo la que volvió a detener a esta familia —gritó Camila, golpeando la pared con la palma abierta.
—No digas eso —le gritó Magdalena—. No fue tu culpa. Esa mujer vino a destruirnos mucho antes que tú.
Damián intentó mantener la calma.
—¿Y si no se la llevó? ¿Y si se fue sola?
—Damián, Ana Lucía no se va con nadie sin preguntar. Lo sabes.
Rubén llamó de nuevo. Su voz sonaba más tensa:
—Tenemos el número del taxi. Lo tomaron rumbo a Tlajomulco. Pero no hay cámaras más allá de la carretera secundaria. Estamos ciegos a partir de ahí.
—¿Tlajomulco? ¿Qué hay allí? —preguntó Magdalena.
—Nada relevante. Excepto una vieja propiedad a nombre de un prestanombres vinculado a Brenda.
Ana Lucía en la casa
Ana Lucía recorría la casa con curiosidad. Había juguetes nuevos, un jardín cuidado y una habitación con una cama de princesa. Brenda la seguía dulcemente detrás.
—¿Te gusta?
—Sí. ¿Puedo llamar a mi mamá después?
—Ahora relájate. Vamos a hacer algo divertido. ¿Quieres dibujar?
Ana Lucía asintió, aunque su mirada empezaba a inquietarse. El reloj marcaba casi el mediodía y todavía no había visto a nadie más que a Brenda.
—¿Y Camila?
—Ella vendrá más tarde.
La niña no respondió; se sentó y tomó un lápiz. Dibujó un árbol torcido con una puerta en el tronco. Luego escribió, en letra muy pequeña, su nombre en la esquina de la hoja.