Brenda calló.
—¿Lo dices en serio?
—Haz lo que quieras con esa carpeta. Yo le contaré todo a Camila hoy, con mis palabras. Y cuando lo sepa, ya no tendrás poder sobre ella. Y si me llega a odiar, prefiero que me odie por la verdad y no me quiera por una mentira.
Brenda empujó la carpeta hacia ella.
—Entonces llévatela. Es tuya. A ver si tienes valor de usarla.
Magdalena la tomó. No dijo más. Salió con paso firme. Afuera, sopló más fuerte el aire.
En casa, Damián preparaba café cuando Magdalena entró. Levantó la carpeta:
—Ella quiso jugar su última carta. Yo voy a jugar la mía.
Camila bajó las escaleras en ese momento. Magdalena la miró, la carpeta en la mano.
—¿Eso te lo enseñó Brenda?
—No. Esto es lo que no quería que vieras de mí.
—Entonces vamos a leerlo —dijo Camila.
—Sí. Pero juntas.
Se sentaron en la mesa. Magdalena abrió la carpeta y explicó, hoja por hoja: documentos, firmas, fechas. No ocultó nada, no suavizó, no se justificó. Camila escuchó. Al final, tomó una hoja y la rompió en cuatro.
—Gracias por decirme la verdad.
—No por mí… por ti —respondió Magdalena—. ¿Me perdonas?
—No lo sé. Pero te creo.
La abrazó. Y en ese abrazo algo se reparó. Pero mientras eso ocurría, Rubén recibía un reporte urgente: Brenda había desaparecido otra vez. Esta vez, no sola: una joven de cabello oscuro subió a un taxi con ella. Sin cámaras, sin registro: solo una maleta, una carpeta y un nombre: Ana Lucía.
Rubén corrió por el pasillo con el informe. Magdalena ya lo esperaba. Al verla, no dudó:
—Brenda desapareció esta mañana. Y no lo hizo sola.
—¿Qué dices?
—Un testigo la vio subir a un taxi con una niña. La descripción coincide con Ana Lucía.
Por un momento, todo ruido se apagó. Solo quedó el zumbido en los oídos de Magdalena y su respiración entrecortada.
—No puede ser. Estuvo en casa esta mañana.
—No hay registro de que llegara a la escuela —dijo Rubén—. Los vecinos vieron un taxi en la esquina a las ocho. No era hora normal. Nadie reconoció a la mujer, pero la niña coincide.
Magdalena apretó los dientes.
—No lo creo… No puedo.
—Necesito que pienses con claridad. ¿Tuvo contacto reciente con Brenda?
—Claro que no. Ella no se va sola. No es como Camila: no se guarda las cosas. Si se fue, la engañaron.
Rubén asintió, llamó a un agente y ordenó rastrear taxis de 7 a 9 a. m. en Tlaquepaque.
Mientras, en una casa rentada al sur, Brenda abrió la puerta sonriendo. Ana Lucía entró, confundida. La casa olía a canela y pintura fresca.
—Aquí haremos la entrevista —dijo la joven que la acompañaba.
—Sí —respondió Brenda, suave—. Grabaremos un video sobre tu familia. Pero primero, desayuna.
—Mi mamá sabe que estoy aquí —dijo Ana Lucía.
—Por supuesto —mintió Brenda—. Ella me autorizó. No te preocupes. Es para mostrar lo mucho que has crecido, lo brillante que eres. Todos estarán orgullosos.
—¿Y por qué yo?
—Porque no te da miedo preguntar. Porque ves lo que otros no. Y porque eres más fuerte de lo que crees.