El día amaneció gris, cielo apagado, como anunciando ruptura. Magdalena se vistió sin prisa, se recogió el pelo y se miró al espejo como quien confirma que sigue de pie. Camila desayunó en silencio. Los pequeños reían en el patio, ajenos a que esa mañana algo podía romperse o repararse para siempre.
—¿Vas a salir? —preguntó Camila, sin levantar la vista.
—Sí —respondió—. Tengo algo pendiente.
Camila asintió. Antes de que saliera, la detuvo:
—¿Vas a enfrentarte a ella?
—Sí. Porque es mi pasado, no el tuyo.
Brenda la esperaba en el restaurante donde todo empezó años atrás: el lugar donde Ernesto le prometió libertad financiera, donde ella creyó poder con todo… y donde, sin saberlo, la traicionaron por segunda vez. Sentada en la mesa más discreta junto a la ventana, sonrió como si no debiera nada.
—Llegaste puntual. Siempre me gustó eso de ti.
Magdalena no se sentó. La miró desde arriba.
—Tienes diez minutos.
Brenda sacó una carpeta y la puso sobre la mesa, sin abrirla.
—¿Sabes qué es esto?
—Tus miserias.
—Tu firma —corrigió—. La que puede arrastrarte a tribunales… o al cariño de tu hija. Tú decides.
—¿Cuál es tu precio?
—No quiero dinero, ni casas, ni cuentas.
—Entonces, ¿qué?
—Quiero a Camila.
Magdalena no pestañeó.
—¿A mi hija?
—Quiero que me escuche. Que viva conmigo un tiempo. Quiero mostrarle el mundo que tú le negaste, la ambición que enterraste bajo tus faldas.
—¿Y si te digo que no?
Brenda sonrió.
—Entonces esta carpeta llega hoy al escritorio del fiscal.
Magdalena respiró hondo.
—¿Y qué le dirás a Camila cuando se entere de que la manipulaste con documentos viejos y medias verdades?
—Le mostraré lo que tú callaste. Que decida.
Magdalena bajó la mirada un segundo y la sostuvo con fuerza.
—No te tengo miedo. Pero no estoy aquí por mí: estoy porque no vas a tocar a mi hija sin pasar por encima de mí. Si eso implica entregarme, lo haré.