Y si alguna vez han visto a alguien pagar caro una injusticia, escriban la palabra “justicia” en los comentarios. Ahora, continuamos. Caminaron más de una hora por las calles del centro, cargando una mochila con ropa y papeles importantes. Nadie ofreció ayuda, nadie preguntó, a nadie le importó. Magdalena no sabía adónde ir. La casa de su madre estaba abandonada. Sus amigos se fueron cuando Ernesto se hizo rico. No quedó nadie.
“¿Vamos a dormir en la calle, mamá?”, preguntó Camila. Magdalena la miró, intentando sonreír. “Claro que no, mi amor. Vamos a un lugar tranquilo”. Estaba mintiendo; No sabía adónde ir. Hasta que, en medio de la desesperación, recordó un nombre: Damián López. Un viejo amigo, un amor imposible del pasado, alguien que nunca la había lastimado. Llegaron a una calle sencilla de Tlaquepaque. Las casas eran modestas.
Las luces se atenuaron frente a una puerta de hierro oxidada. Magdalena se detuvo. Tocó. Volvió a tocar. Una voz ronca respondió desde adentro. “¿Quién soy, Magdalena?”. La puerta se abrió lentamente. Damián, con su vieja camisa manchada de pintura y su cara de sorpresa, no dijo nada al principio.
Solo vio a Magdalena y a los cinco niños detrás de ella. “¿Qué te pasó?”, preguntó sin juzgarla. Ella no pudo responder. Las lágrimas fluyeron sin permiso. Camila le apretó la mano. Tomás ya dormía en sus brazos. Damián los dejó entrar sin preguntas, sin condiciones. “Mi casa es pequeña, pero es suficiente para quienes la necesitan”, dijo.
Preparó un té caliente, sacó mantas del fondo del armario y, por primera vez en años, Magdalena durmió sin gritos, sin amenazas, sin miedo. Pero esa noche fue más que un refugio. Fue el comienzo de algo que el propio Ernesto no había imaginado. Una historia de dignidad, reconstrucción y justicia. La calle estaba vacía.
El eco de sus pasos resonó en las aceras agrietadas de la avenida principal, mientras Magdalena avanzaba con los cinco niños detrás como si fueran un solo cuerpo roto. Camila llevaba la mochila con la ropa. Luisito llevaba a Tomás, medio dormido, en brazos. Ya nadie lloraba.
Las lágrimas les habían secado la piel, como la tierra que deja de pedir agua cuando se resigna a la sequía. Magdalena no dijo ni una palabra. Tenía el rostro endurecido, los labios agrietados y la mirada fija al frente. No sabía adónde iba, pero no podía detenerse. Si se detenía, los niños comprenderían que ya no quedaba nada. “Mamá”, dijo Camila con voz ronca. “Volveremos algún día”. Magdalena respiró hondo.