Echó a su esposa y a sus cinco hijos de casa… ¡PERO CUANDO REGRESÓ HUMILLADO, TODO HABÍA CAMBIADO!-CHI


Rubén asintió.
—El de un intermediario que Ernesto usó varias veces. Nadie sabía que está preso… y quiere declarar a cambio de reducción de pena.

En ese momento entró Damián, con Tomás en brazos.
—¿Pasó algo?
Rubén lo miró a los ojos.
—Hay un hombre que puede limpiar tu nombre… y hundir a Ernesto para siempre.
Damián tragó.
—¿Qué hay que hacer?
—Ir a Puebla. Quiere hablar en persona.

El viaje se planeó para el día siguiente. Magdalena y Damián salieron de madrugada en autobús. Los niños se quedaron con una vecina de confianza; Camila prometió cuidar de todos. El trayecto fue en silencio. Los dos llevaban en los ojos algo que no se dice: miedo a lo que estaban por oír. En el reclusorio de Puebla los recibió un defensor público y un custodio.
—El interno se llama Víctor Garduño —explicó el guardia—. Condenado por fraude y lavado. Trabajó de cerca con el señor Villarreal hace seis años. Tiene pruebas que vinculan a más gente, pero quiere hablar solo con ustedes dos.
Magdalena miró a Damián. Él asintió. Entraron a la sala.

Víctor ya esperaba: delgado, rostro anguloso, entradas marcadas y ojos cansados. Uniforme gris, un cuaderno en la mano.
—Gracias por venir —dijo, seco—. No lo hago por ustedes. Lo hago por mí.
—¿Qué sabes de Ernesto? —preguntó Damián.
—Todo. Yo redacté contratos, diseñé las empresas pantalla. Falsifiqué firmas. Sí, la tuya aparece en dos… pero porque Ernesto me lo pidió.
Magdalena apretó los puños.
—¿Y mi nombre?
—Lo usó de escudo. Sabía que nadie dudaría de la esposa fiel. Si caía, tú caerías primero.
Víctor abrió el cuaderno y les mostró copias. Rubén las fotocopió al momento.
—Úsenlo —dijo el interno—. Pero rápido. Hay otros interesados en silenciar esto… y uno no está tan lejos.
—¿Quién? —preguntó Damián.
Víctor dudó y murmuró:
Brenda. No se fue. Está en Guadalajara. Y esto no ha terminado.

De regreso en el autobús, Magdalena no soltaba el cuaderno. Ahí estaba todo: fechas, nombres, firmas, cuentas, transferencias—todo lo que Ernesto escondió. Ahora tenían más que papeles: tenían una verdad irrefutable, una que podía romper la máscara que le quedaba. Mientras el bus serpenteaba de vuelta, Ernesto se lavaba la cara en el baño público de una central. Se miró. Por primera vez en años no se reconoció: ya no había traje caro ni seguridad. Muy pronto tendría que enfrentarse, sin salida, a quienes destruyó.

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