Rubén suspiró, cerró la carpeta y la posó con cuidado, como si pesara más de lo que parecía.
—Ese documento se usó para justificar la creación de una empresa fantasma en Puebla. Esa empresa recibió fondos de otra vinculada a operaciones ilícitas. Y lo más delicado: tú apareces como garante técnico del proyecto.
A Damián se le hundió el estómago. Magdalena se llevó la mano a la boca.
—¿Qué significa? —preguntó.
—Que si no aclaramos en qué condiciones firmaste, Damián podría quedar implicado como cómplice. No solo testigo: parte del fraude.
El silencio se hizo pesado. Damián se sentó frente al abogado. Por primera vez en mucho tiempo bajó la cabeza.
—Yo no quería problemas. Solo ayudé a un amigo… y cuidé a una familia que se me iba de las manos.
Magdalena puso su mano sobre la de él.
—No estás solo —le dijo—. Vamos a salir de esta juntos.
Rubén asintió:
—Entonces hay que prepararse. El juzgado de Puebla pidió su comparecencia. Tendrán que viajar en una semana.
—¿Y los niños? —preguntó Magdalena.
—¿Pueden quedarse conmigo? —respondió Camila desde la puerta. Estaba seria, madura. Ya no era la niña asustada de semanas atrás.
Rubén les entregó una hoja con instrucciones legales. Antes de despedirse, miró a Damián con intensidad:
—Lo más importante es decir toda la verdad, aunque duela.
El regreso a casa fue en silencio. Magdalena miraba por la ventana del autobús; Damián apretaba las manos sobre las piernas. Camila iba atrás con audífonos puestos, sin música: solo necesitaba espacio. Al llegar, los niños salieron a recibirlos. Luisito corrió a abrazar al padrastro que había aprendido a admirar. Tomás preguntó si les habían dado dulces. Nadie entendía que se acercaba un capítulo nuevo y oscuro.
Esa noche, Damián se encerró en el taller, encendió la lámpara y sacó una caja del fondo del estante. Dentro había papeles viejos, notas, recibos y, entre ellos, una copia del contrato que firmó para Ernesto. Lo leyó de principio a fin por primera vez. Su nombre estaba ahí, en tinta azul, firme. Lo que más lo sacudió fue un anexo—una hoja que nunca había visto—donde aparecía una cláusula que lo vinculaba como corresponsable de la asesoría técnica en procesos de inversión. Damián cerró los ojos. No entendía términos legales, pero la palabra “responsable” pesaba como una cadena.
Magdalena entró despacio.
—¿Estás bien?
—No… pero quiero estarlo por ustedes.
Ella se sentó a su lado, tomó el papel y lo dobló con cuidado.
—Entonces empecemos por no ocultar nada más.
—Te fallé…
—Fallarme sería irte. Y sigues aquí.
Se abrazaron, no como pareja ni amantes, sino como dos sobrevivientes que entienden que el amor verdadero nace en la batalla.
Al día siguiente, mientras Damián le explicaba a Luisito cómo clavar sin astillar, Ernesto vagaba sin rumbo por el centro. Llevaba la misma ropa de dos días. Desgreñado, demacrado. En una banca, desplegó el papel que Esteban le dejó: la dirección del defensor de oficio. Tenía miedo de ir, pero no le quedaba otra. Cuando lo doblaba para guardarlo, una voz lo sacó de sus pensamientos:
—Señor Villarreal, qué sorpresa verlo por aquí.
Levantó la mirada. Era Gálvez, socio en uno de los negocios que más ganancias y sombras le trajeron.
—¿Qué quiere? —dijo Ernesto, sin ganas.
—Vengo a avisarle algo. Llámelo cortesía.