hasta que encuentren otra manera de deshacerse de mí. Carmen empezó a llorar. Lágrimas reales, no el llanto manipulador que había usado desde niña para conseguir lo que quería. No sé qué hacer, mamá, me dijo entre soyosos. No sabía que mantener una casa era tan caro. No sabía que dependíamos tanto de ti. Pensé que solo eras, que solo estabas ahí, que solo estaba ahí. Esas palabras resumían perfectamente cómo me habían visto durante años, no como una persona con necesidades, sentimientos y dignidad propia, sino como algo que simplemente estaba ahí disponible dando por sentado.
“Carmen,” le dije poniendo mi mano sobre la suya, “tú eres una mujer adulta, con esposo e hijos. Es tiempo de que aprendas a vivir sin depender de tu madre para todo. Pero no sabemos cómo, admitió. Entonces, aprendan le respondí con firmeza. Igual que yo aprendí a ser madre soltera a los 23 años. Igual que aprendí a trabajar tres empleos para mantenerte. Igual que aprendí a sacrificar mis sueños por los tuyos. Carmen se quedó callada procesando lo que le estaba diciendo.
Durante años continué. Yo creí que mi valor como persona dependía de cuánto pudiera dar, de cuánto pudiera sacrificarme. Pero ahora entiendo que una persona valiosa también merece recibir respeto, amor y consideración. Te respetamos, murmuró Carmen. De verdad, le pregunté. cuando se burlaron de mí en la cena, cuando planearon enviarme a vivir con Laura para deshacerse de mí, cuando nunca me consultaron sobre las decisiones que afectaban mi propia casa. Carmen no pudo responder porque sabía que yo tenía razón.
Mamá, me dijo finalmente, “¿qué tenemos que hacer para que regreses?” “Nada”, le respondí. “No hay nada que puedan hacer porque yo ya no quiero regresar. Por primera vez en mi vida estoy viviendo para mí misma y se siente maravilloso. Carmen se quedó conmigo una hora más tratando de convencerme con diferentes argumentos, que los niños me extrañaban, que Alejandro había aprendido la lección, que ella había entendido mi valor, pero todas sus palabras sonaban vacías porque sabíamos que solo me necesitaban por mi dinero.
Cuando se fue, se veía derrotada. Creo que finalmente había entendido que las consecuencias de sus acciones eran permanentes, que algunas decisiones no se pueden deshacer con disculpas. Esa noche llamé al licenciado Enrique para informarle sobre el encuentro con Carmen. “Señora Esperanza,” me dijo, “es importante que mantenga su decisión. Su familia necesita aprender a vivir con las consecuencias de sus acciones. Si usted regresa ahora, van a entender que pueden tratarla mal porque siempre va a regresar. Tenía razón.
Regresar ahora sería enviar el mensaje de que podían humillarme, descarme, planear deshacerse de mí y después simplemente pedirme que regresara cuando me necesitaran. Un mes después, exactamente como había especificado en mi carta, cambié las cerraduras de la casa. Era mi propiedad legal y ya había dado suficiente tiempo para que se organizaran. Contraté a un serrajero y fui personalmente a supervisar el trabajo. Cuando Carmen llegó del trabajo esa tarde y no pudo entrar, me llamó desesperada al nuevo número que había conseguido a través de Guadalupe.
Mamá, cambiaste las cerraduras. No podemos entrar a la casa. El mes que les dió”, le respondí calmadamente. Era tiempo de que encontraran su propio lugar, pero no hemos encontrado nada que podamos pagar, me dijo llorando. Entonces, busquen algo más pequeño, más barato, en una zona menos cara, le sugerí. Igual que hace cualquier familia que tiene que vivir con sus propios recursos. Los niños van a tener que cambiar de escuela, protestó. Los niños van a aprender que los lujos se ganan con trabajo y se mantienen con responsabilidad, le respondí.
Carmen siguió suplicando, pero yo ya había tomado mi decisión. Habían tenido un mes completo para organizarse, para buscar alternativas, para aprender a vivir dentro de sus posibilidades reales. Si no lo habían hecho, era porque seguían esperando que yo solucionara sus problemas. Tres meses después, Guadalupe me contó que Carmen, Alejandro y los niños se habían mudado a un apartamento pequeño en una colonia más barata. Alejandro trabajaba tiempo completo en la tienda de autopartes y Carmen había aumentado sus horas en la tienda de ropa.
Los niños habían cambiado de escuela y estaban aprendiendo a vivir con menos lujos. “¿Sabes qué es lo más interesante?”, me dijo Guadalupe. Carmen me dijo que los niños están más unidos ahora, que están aprendiendo a ayudar en la casa porque no tienen empleada doméstica. También me dijo que ella y Alejandro están más cerca porque tienen que trabajar juntos para salir adelante. Era irónico. Mi partida, que ellos habían visto como una tragedia estaba convirtiendo a mi familia en lo que siempre debieron haber sido, personas responsables que se valían por sí mismas.
Seis meses después de mi partida, recibí una carta de José, mi nieto. Era escrita a mano con su letra de niño de 12 años. Querida abuela esperanza decía. Extraño mucho tus quesadillas y tus cuentos antes de dormir. Mamá me explicó por qué te fuiste y creo que entiendo. Nosotros no te tratábamos bien y eso estuvo mal. Ahora ayudo más en la casa y he aprendido a hacer algunas cosas solo. Papá dice que estas experiencias nos están haciendo más fuertes.
Espero que estés feliz en tu nueva casa. Te amo, José. Esa carta me hizo llorar, pero no de tristeza. Lloré de orgullo porque mi nieto estaba aprendiendo lecciones importantes sobre respeto, responsabilidad y consecuencias. Lloré de alegría porque finalmente alguien en esa familia entendía que mis sentimientos importaban. Le escribí una carta de respuesta contándoles sobre mi nueva vida, mis nuevas amigas, las cosas bonitas que había descubierto sobrevivir sola. También le expliqué que alejarse de las personas que nos lastiman no significa que dejamos de amarlas, sino que nos amamos lo suficiente para protegernos.