Después de todo, Carmen probablemente estaba calculando si podía aumentar sus horas de trabajo, aunque eso significara ganar apenas un poco más del salario mínimo. Tres días después, Guadalupe me llamó riéndose. Prima, me dijo, no vas a creer lo que pasó. Carmen fue a buscarme a mi trabajo. Llegó llorando, suplicándome que le dijera, “¿Dónde estabas?” “¿Llorando?”, pregunté sorprendida. Hacía años que no veía a Carmen llorar por algo que no fuera un capricho personal. “Sí, llorando de verdad.” me dijo que habían tenido que pedir dinero prestado para comprar comida, que Alejandro finalmente había aceptado un trabajo en una tienda de autopartes, pero que el sueldo era muy bajo.
Me dijo que no sabían cómo iban a pagar todas las cuentas. Mi primera reacción fue de lástima. Después de todo, eran mi familia y verlo sufrir me causaba dolor. Pero después recordé todas las humillaciones, todos los desprecios, todos los años que me trataron como empleada. doméstica en mi propia casa. “¿Qué le dijiste?”, le pregunté a Guadalupe. Le dije que no sabía dónde estabas, pero que si realmente querían encontrarte, tal vez deberían reflexionar sobre cómo te habían tratado todos estos años.
Una semana después, empecé a establecer mi nueva rutina. Me levantaba cuando quería, sin prisa. Desayunaba tranquilamente mientras leía el periódico. Salía a caminar por el parque que estaba cerca de mi edificio. Conocí a otras señoras de mi edad que también vivían solas y se habían vuelto independientes. Doña Rosa tenía 70 años y se había divorciado de su marido después de 40 años de matrimonio, porque él nunca la respetó. Doña Carmen había dejado la casa de su hijo porque la nuera la trataba mal.
Doña Patricia había decidido vender su casa grande y mudarse a un apartamento después de que sus hijos se fueron del país sin despedirse. Todas éramos mujeres que habíamos tomado decisiones valientes para proteger nuestra dignidad. Nos juntábamos en el parque por las tardes, platicábamos, nos reíamos, compartíamos nuestras experiencias. Por primera vez en años tenía amigas reales, no personas que solo me toleraban por conveniencia. Dos semanas después de mi partida, Carmen apareció en el parque. Había descubierto dónde vivía, probablemente siguiéndome desde algún lugar donde me había visto.
Se veía diferente, más delgada, con ojeras, ropa menos cuidada de lo usual. Me acerqué desde atrás mientras yo conversaba con mis nuevas amigas en una banca. “Mamá”, me dijo con voz temblorosa, “me volví a verla sin mostrar sorpresa. Carmen, ¿podemos hablar?”, me preguntó. Mis amigas entendieron inmediatamente la situación y se retiraron discretamente, dejándonos solas. Carmen se sentó a mi lado en la banca, pero mantuvo distancia. Se veía nerviosa, insegura, como si no supiera por dónde empezar. Mamá, comenzó finalmente, necesitamos que regreses a casa.
¿Por qué? Le pregunté con calma. Porque te necesitamos. dijo, pero su voz no sonaba convincente. Me necesitan para qué exactamente, insistí. Carmen se quedó callada por un momento. Obviamente no había preparado esta conversación. Había venido esperando que yo accediera inmediatamente a regresar para para ayudarnos murmuró finalmente. ¿Con qué? Seguí preguntando, aunque ya sabía la respuesta. con los gastos de la casa, admitió finalmente, Alejandro consiguió trabajo, pero no gana suficiente para cubrir todo. Ahí estaba la verdad. No me necesitaban como madre, como abuela, como persona.
Me necesitaban como fuente de ingresos, como la empleada invisible que resolvía sus problemas económicos. “Carmen,” le dije con voz serena, “durante años ustedes me trataron como si fuera una carga. Se burlaron de mí, me humillaron, planearon deshacerse de mí. Ahora que descubrieron que era yo quien mantenía su estilo de vida, quieren que regrese. No es así, protestó débilmente. No le pregunté. Entonces, ¿por qué me buscas? ¿Por qué me extrañas? ¿Porque valoras mi compañía? ¿Porque quieres pasar tiempo conmigo?
Carmen no pudo responder porque ambas sabíamos que la respuesta era no. Te perdono, Carmen”, le dije después de un largo silencio. “Te perdono porque eres mi hija y siempre te voy a amar, pero perdonar no significa que voy a regresar a una situación donde no soy respetada. Prometo que todo va a ser diferente”, me suplicó. “Te vamos a tratar mejor. Te vamos a valorar más.” “¿Hasta cuándo?”, le pregunté. “Hasta que se acostumbren otra vez a tenerme ahí, ¿hasta que vuelvan a darme por sentada?