Durante diez años crié a mi hijo sin padre; todo el pueblo se reía de mí, hasta el día…

Me besó en el autobús, su cálida palma descansando sobre mi vientre aún plano.

“Cuida de nuestro bebé”.

El autobús se alejó en una nube de polvo.

Nunca más lo volví a ver.

La crueldad de los susurros

Para cuando mi vientre empezó a notarse, habían pasado dos meses. Había enviado cartas a la dirección de su tía —mi dirección jurada era correcta— pero no recibí respuesta.

El pueblo lo entendió.

«Hanh está engordando», dicen en el mercado, con las voces de quienes ya saben por qué.

«Sigue sin marido», añade otra.

«Seguro que algún hombre de la ciudad la usó y la dejó».

Al principio, mantuve la frente en alto. Mis padres me creyeron cuando dije que Thanh volvería, que había una explicación.

Luego, las semanas se convirtieron en meses, e incluso la fe de mi padre flaqueó.

«Quizás deberías ir al centro», sugirió. «Búscalo tú misma».

«Ni siquiera sé dónde vive», dije. «Solo “cerca del centro”. Eso puede significar en cualquier sitio».

Los murmullos se convirtieron en burlas. Amontonaban basura frente a nuestra puerta: verduras podridas, papeles rotos, un día incluso una rata muerta. Mi padre limpiaba en silencio, con la espalda cada vez más encorvada.

Lo peor eran los niños.

¡Hanh no tiene marido! ¡Hanh no tiene marido!

¿Quién es el padre? ¿Un fantasma?

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