Por un momento, el tiempo se detuvo.
El ruido de la lluvia, los murmullos del pueblo, el temblor de mis manos… todo desapareció.
Él avanzó despacio hacia mí.
No dijo nada.
Solo me miró, con esa mezcla de culpa y ternura que uno guarda para los fantasmas del pasado.
—Hanh… —susurró mi nombre como si le doliera.
Yo no respondí.
Detrás de él bajaron otros hombres, con trajes y maletines.
Uno de ellos se inclinó y me habló con tono respetuoso:
—Señora, el señor Minh desea hablar con usted… en privado.
“Señor Minh.”
El nombre me atravesó el pecho como un cuchillo.
Así que ahora tenía título, fortuna y guardaespaldas.
Pero yo seguía siendo la misma mujer que recogía ramas para cocinar.
Mi hijo salió a la puerta, curioso.
Tenía los ojos redondos, igual que los de su padre.
Cuando Minh lo vio, se quedó paralizado.
El paraguas cayó al suelo.
Dio un paso, luego otro, y se arrodilló frente al niño.
Tenía los labios temblorosos.