Durante 12 años, ella supo que su esposo le era infiel, pero nunca dijo una palabra. Cuidó de él, fue una esposa ejemplar… hasta que, en su lecho de muerte, le susurró una frase que lo dejó helado y sin aliento: el verdadero castigo apenas comenzaba.

Esa noche, Raúl intentó hablar.
Su respiración era débil, el sonido del oxígeno llenaba la habitación.
—“E… Elenita…” —susurró— “Perdóname… por todo… yo… yo sé que te lastimé… pero… tú… aún me amas… ¿verdad?”

Elena lo miró largo rato.
En sus ojos no había odio, pero tampoco ternura.
Solo una calma profunda, la de quien ya no siente nada.

Sonrió con un leve temblor en los labios:
—“¿Amarte?”

Raúl asintió con dificultad.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, convencido de que el silencio era una forma de perdón.

Entonces, Elena se inclinó hasta su oído y le susurró algo que lo hizo abrir los ojos de par en par, como si la vida se le escapara más rápido que nunca:

“Hace doce años que dejé de amarte, Raúl.
Me quedé solo para que nuestros hijos no sintieran vergüenza de su padre.
Cuando te vayas, les diré que fuiste un buen hombre…
para que recuerden con orgullo a quien nunca fue capaz de amar de verdad.”

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