La noticia no tardó en filtrarse a la prensa. El caso “de las gemelas separadas al nacer” apareció en periódicos y noticieros locales. Pronto el hospital estuvo en el ojo del huracán.
Durante el juicio, salieron a la luz testimonios de enfermeras. Una de ellas confesó que esa noche había habido un caos en la sala de partos: tres nacimientos simultáneos, falta de personal, etiquetas duplicadas. La confusión fue evidente, pero nadie se atrevió a reconocerla.
El hospital fue condenado a pagar una indemnización millonaria. Pero el dinero poco importaba. Lo que estaba en juego eran dos vidas, dos infancias que habían sido divididas por un descuido.
La familia ampliada
Con la compensación, ambas madres decidieron mudarse a casas cercanas, en el mismo vecindario. Así las niñas podían crecer juntas, asistir a la misma escuela y compartir cumpleaños.
No todo fue perfecto. Había celos, tensiones, discusiones. A veces Sofía reclamaba:
—¿Por qué Valeria tiene dos casas y yo solo una?
O Valeria preguntaba:
—¿A quién quieres más, mamá, a mí o a Sofía?
Las madres aprendieron a responder con paciencia:
—Las dos son nuestras. Las dos son amadas.
La adolescencia
Con el paso de los años, las gemelas se volvieron inseparables. Compartían amigos, secretos, travesuras. También rivalidades. Competían por las notas, por la atención de los demás, incluso por el primer amor.
Pero siempre volvían la una a la otra. Porque en el fondo sabían que su vínculo iba más allá de cualquier diferencia.
En la adolescencia, las preguntas se hicieron más duras:
—¿Qué hubiera pasado si nunca nos hubiéramos encontrado? —preguntó un día Valeria.
—Tal vez viviríamos como desconocidas —contestó Sofía.
La idea les helaba la sangre.
El perdón