“Dime el PIN de tu tarjeta, mi mamá está en la tienda, quiere comprar un teléfono”. Mi esposo me despertó a las 7 a. m., pero él y su madre ni siquiera podían imaginar la sorpresa que les tenía preparada.

Ese era mi único día libre. Por fin pude dormir. Apenas cerré los ojos cuando la puerta del dormitorio se abrió de golpe. Mi marido me quitó la manta de encima con brusquedad, se inclinó y me dijo con un tono como si fuera su criada personal:

«Rápido, dime el PIN de tu tarjeta. Mamá está en la tienda, quiere comprarse un teléfono nuevo».

Me quedé allí tumbada, sin apenas entender lo que pasaba. Él sabía perfectamente que había cobrado mi sueldo el día anterior y que aún no había gastado ni un céntimo. Me volví hacia él y le dije con calma:

«Que se lo compre con su propio dinero».

Y entonces explotó. Empezó a gritarme que era avariciosa, que no respetaba a su madre, que «Mamá se merecía lo mejor». Me insultó, me amenazó y exigió. Y en ese momento, me di cuenta: basta. Ya no habría más paciencia, ni más respeto, ni más intentos de salvar nada. Tenía un plan: muy discreto, muy simple y muy doloroso para ellos.

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