—Emily —dijo suavemente, inclinándose para mirarla a los ojos—. Tu padre era un buen hombre. Él no habría querido esto para ti.
Ella lo miró parpadeando, demasiado confundida para hablar. Harrington lanzó una mirada en la dirección en la que se había ido el coche de Linda, apretando la mandíbula. Luego puso una mano firme sobre su hombro.
—Ven conmigo. Hay algo que necesitas ver.
En ese momento, el destino de Emily cambió. Harrington no estaba allí por casualidad. Había sido el abogado de Daniel Carter, encargado de custodiar documentos que aún no habían visto la luz. Uno de ellos—un testamento recientemente revisado—estaba a punto de cambiarlo todo.
Michael Harrington llevó a Emily en su sedán negro, los asientos de cuero con un tenue olor a cedro y tabaco. Ella se aferraba a su mochila como si fuera una armadura.
—¿A dónde vamos? —susurró con voz temblorosa.
—A mi oficina —respondió Harrington con suavidad—. Tu padre dejó instrucciones—importantes. Creo que mereces escucharlas.
El centro de Los Ángeles estaba vivo con luces de neón y tráfico cuando llegaron. El bufete de Harrington ocupaba los últimos pisos de un rascacielos de cristal, del tipo que Emily solo había visto desde lejos. Él la condujo a una sala de conferencias con estanterías de nogal y le ofreció una taza de chocolate caliente. Por primera vez en el día, sintió un poco de calor en el pecho.
Harrington abrió un cajón de acero y sacó un sobre sellado. Rompió el sello de cera y desplegó varias páginas impecables.
—Emily —comenzó—, tu padre vino a verme dos meses antes de morir. No se sentía bien y quería asegurarse de que sus deseos quedaran claros.
Emily se inclinó hacia adelante, con las manos aferradas al borde de la mesa. Harrington continuó, leyendo partes del testamento: Daniel había dejado la mayor parte de su patrimonio—includingo la casa familiar en Pasadena y una considerable cuenta de ahorros—no a Linda, sino a Emily. Hasta que cumpliera dieciocho años, los bienes serían administrados por un fideicomisario elegido por Daniel. Ese fideicomisario, según revelaba el documento, no era otro que Michael Harrington.
Los ojos de Emily se agrandaron.
—Pero Linda… ella dijo que no tenía nada. Dijo que yo no era su responsabilidad.
Harrington dejó los papeles, su mirada firme.
—Puede que Linda no se preocupe por ti, Emily, pero la ley sí. Este documento asegura que no serás abandonada ni explotada. Tu padre confió en mí para protegerte.
En ese momento, Emily sintió una oleada de emociones encontradas—alivio porque su padre había pensado en ella, confusión sobre lo que vendría, y miedo por la inevitable reacción de Linda. Harrington la tranquilizó:
—Mañana presentaré esto en el tribunal de sucesiones. Linda será notificada y no podrá impugnar lo que está claramente escrito aquí.
Emily lo miró fijamente.
—¿Por qué me ayudas?